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Barranquilla

La muerte de un ‘bacán’ que murió sin saber por qué

Alfredo Correa de Andreis fue asesinado el 17 de septiembre de 2004.

Por Sergio Ocampo Madrid

El miedo más grande que tenía Alfredo Correa de Andreis no era que lo mataran, como efectivamente hicieron el 17 de septiembre de 2004. El terror que lo acompañaba a diario, que le quitaba el sueño y lo mantenía en zozobra en el último mes de su vida, era que lo volvieran a llevar preso.

“Nada más contrario a un espíritu libre, inocente y tierno como el de Alfredo que una cárcel”, cuenta Édgar Rey Sinning, uno de los hombres que más lo conoció.

Varios de sus familiares y personas cercanas que lo fueron a visitar mientras estuvo recluido en las instalaciones del DAS en Cartagena, y luego en la cárcel El Bosque, de Barranquilla, recuerdan que lloraba varias veces al día, sin tapujos ni reparos sobre quién pudiese estar mirándolo. Y era imposible no conmoverse frente a esa estampa de un hombre enorme, de más de 1:90, complexión gruesa, manos gigantes, abandonado a su ritual de drenar el miedo a través de las lágrimas.

Quizá más que miedo, lo que mantenía a Correa en ese estado de intranquilidad era el tener que darle vueltas y vueltas en la cabeza, en una rutina circular agobiante, al mismo sin salida de porqué se le vino el mundo encima, con el DAS y la Fiscalía adelante, y por qué a sus 53 años terminaba comprobando con desilusión que no era cierto aquello de que todo lo bueno se revierte y que a la gente buena el destino siempre le depara cosas positivas.

Sin la pretensión de ser un hombre bueno, Alfredo Correa de Andreis sí sabía que era un ‘bacán’, uno de los clásicos: saludaba a la gente por el nombre, sonreía sin reservas, era optimista, apretaba la mano con calidez y mirando a los ojos, era divertido, le gustaba la bohemia y amaba la nueva trova, se sabía ‘Gracias a la vida’, de Violeta Parra, y quería estar para siempre al lado de la misma mujer: Albita, su mujer.

La sensación en la ciudad en la mañana del 18 de septiembre, día del sepelio en Jardines de la Eternidad, era justamente esa: ¿Por qué matar a un ‘bacán’? ¿Por qué asesinar a un ser humano que no sumaba ni un solo enemigo conocido, que ni siquiera era militante de algo, ni tenía intereses más allá de ser buen profesor, excelente papá, y de que lo dejaran escribir sus libros y hacer sus investigaciones sociológicas?

Desplazados y muelle de carbón

Correa era antes que nada un maestro. En el momento de morir llevaba ya dos décadas y media como docente en universidades costeñas, entre ellas la del Norte, la Simón Bolívar, y la del Magdalena. De esta última fue rector menos de dos meses, pues como rememora Edgar Rey, prefirió renunciar cuando se le vino encima una reestructuración que lo forzaba a dejar a más de 50 personas sin empleo.

“Para el momento de su muerte –recuerda Jesús Ferro, rector de Uninorte– Alfredo estaba haciendo una investigación patrocinada por Colciencias y Usaid sobre patrimonios y personalidad jurídica de los desplazados en La Cangrejera, Pinar del Río y Loma Roja”.
Cuatro años antes, según cuenta Magda Correa, su hermana, había llevado a cabo otro estudio en Nueva Venecia (Magdalena) posterior a la masacre cometida por las autodefensas allí, en la cual cayeron asesinados 21 pescadores. En ese trabajo, hecho para la Universidad Simón Bolívar, el sociólogo advirtió sobre los riesgos que tenía para el medio ambiente y para la comunidad el montaje de un puerto carbonífero en el sector de Palermo. Detrás de ese proyecto estaban el gobernador Trino Luna, el jefe paramilitar Rodrigo Tovar Pupo, alias ‘Jorge 40’, el ex director del DAS Jorge Noguera y el político Jorge Caballero.

Dentro de las miles de especulaciones y preguntas fallidas que se han hecho en estos tres años acerca de por qué mataron a Alfredo, los familiares creen que algo en esa investigación molestó a las autodefensas.

El objetivo, aparentemente, no era asesinarlo sino aniquilar su credibilidad como académico, someterlo a prisión y silenciarlo como inteligencia. Para ello urdieron un plan que incluía montaje de pruebas y elaboración de testimonios que lo señalaran como miembro de las Farc, en una coyuntura de lucha antiguerrillera que invadía todo el país.

Muchos indicios apuntan a que la estrategia venía ordenada desde Bogotá (ver nota anexa sobre un Crimen de Estado).

Sin embargo, el proyecto para perder a Correa fue llevado a cabo de un modo tan burdo, con tantas torpezas de procedimiento, que el 14 de julio, a los 27 días, la Fiscalía lo tuvo que liberar. Y a los tres meses, el 19 de septiembre, tuvo que precluir la investigación en su contra. Lo malo es que para entonces Alfredo Correa de Andreis ya llevaba 24 horas sepultado en Jardines de la Eternidad.
“El gran misterio de todo esto es por qué si lo iban a matar, hicieron toda la bulla previa de la detención –asegura un catedrático amigo suyo que pide reserva de su nombre–. A Alfredo nunca lo amenazaron, entre otras cosas porque él no era una amenaza para nadie. Era un hombre totalmente manso”.

Testimonios clonados

Eran las 5 de la tarde del 17 de junio de 2004 cuando Correa salió de su casa en el viejo Prado para la Simón Bolívar, a pocas cuadras de allí. No llevaba ni media cuadra cuando una docena de hombres armados, que se identificaron como miembros del DAS Cartagena, lo rodearon y sin mediar explicación lo subieron a una camioneta oficial.

En la calle, lo único que se oía, aparte del estruendo de los pitos callejeros, eran los gritos de su hija Melissa, quien había visto desde la ventana la maniobra contra su padre.

En menos de media hora, Alba Glenn, la esposa, y casi 60 amigos llenaron la cuadra del DAS de Barranquilla a la espera de noticias. A uno de los pocos que dejaron entrar fue al abogado Antonio Nieto Güette, quien no pudo evitar que se lo llevaran a Cartagena, para interrogarlo en el DAS de allá, una decisión sospechosa. Nieto también supo que corría una orden para allanar la residencia del detenido y exigió estar presente.

“Si él no hubiera estado ahí, junto con Alba, quién sabe qué hubieran hecho los agentes sembrando falsas evidencias o cosas así –dice Magda Correa–. Lo más irónico es que buscaban armas, panfletos, propaganda y lo único que encontraron fueron los libros de Alfredo invadiendo todas las habitaciones”.

Antes de las 10 de la noche embarcaron al profesor en un carro hacia Cartagena y allí lo interrogaron la mañana del 18 de junio. En esa diligencia, Correa se enteró por primera vez en su vida de que para el Estado colombiano él era un ideólogo de las Farc, que su nombre de combate era ‘Eulogio’, y que recorría a menudo la serranía del Perijá en labores de adoctrinamiento. También, que en varios de esos periplos se había reunido con Hugo Chávez Frías, con la finalidad de montar una sucursal de las Farc en Venezuela.

La persona encargada de allegar todas las pruebas y remitir los testimonios fue el Jefe de Policía Judicial del DAS de Cartagena llamado Javier Valle Anaya. Tres supuestos reinsertados de las Farc, llamados Javier Alfredo Larrazábal, José Daniel Satizábal y Mayerly Torres Carvajal declararon en contra de Correa y reconocieron sus fotos. El fiscal 33 de Cartagena, Demóstenes Camargo, presentó como evidencias unas fotografías rotuladas bajo el alias de ‘El profesor’, y otras bajo el de ‘Eulogio’. Los reinsertados reconocieron en ambas al sociólogo.

En menos de una semana de reclusión empezaron a aflorar unas contradicciones enormes y las pruebas empezaron a caerse.
Como consta en el expediente 2030 de la Fiscalía, en varios apartes los tres testimonios de los ex guerrilleros son idénticos en la forma en que fueron proferidos. Mejor dicho, no solo dicen lo mismo sino que los tres están expresados con puntos y comas exactas. El abogado Antonio Nieto Güette, quien llevó el caso, logró comprobar que se trataba de un solo testimonio y que fue atribuido a los tres.

Para completar, el defensor del Pueblo de Bolívar, Arturo Zea, denunció a los pocos días que las mismas declaraciones con idénticos testigos ya habían sido usadas en el proceso contra Amaury Padilla, sociólogo cartagenero, también detenido y asesinado.

A su vez, la Personería de Cartagena, en el oficio 150.723 del 28 de junio de 2004, le hizo ver al Fiscal que las fotografías de ‘Eulogio’ no existen y que todo el tiempo se ha trabajado con las de ‘El profesor’, que son fotos tomadas con teleobjetivo a Correa saliendo de la Universidad del Norte.

En rueda de prensa convocada por Defensoría y Personería, en Cartagena, ambas entidades aseguraron que se trataba de una conspiración del DAS y de la Fiscalía 33 contra Alfredo Correa.
Por otra parte, en las declaraciones rendidas por los tres testigos se afirmaba que lo vieron el 23 de diciembre de 2002 en la frontera con Venezuela, y luego por las partes bajas de los Motilones, en Norte de Santander, el 26 de ese mismo mes.

Una foto publicada en EL HERALDO demostró que el sociólogo estaba el 23 en Barranquilla, pues ese día sus padres celebraban sus bodas de oro matrimoniales.

La muerte

Antes de terminar junio, se logró que el profesor fuera enviado a la cárcel de El Bosque, en la capital de Atlántico. El día en que salió de allí, 14 de julio, afuera lo esperaba una cumbiamba feliz y ruidosa que habían llevado sus amigos, profesores, familia y varios estudiantes.

A la semana siguiente, como recuerda José Amar, decano de Humanidades y Ciencias Sociales de Uninorte, se reintegró a sus clases. El mejor desagravio que le pudieron hacer, y que él retribuyó con la misma actitud, fue reanudar la actividad académica como si no hubiera pasado nada, casi con el clásico “Decíamos ayer” con el que volvió Fray Luis de León a sus cátedras tras cinco años de cárcel por cuenta de la Inquisición en el siglo XVI.

Sin embargo, los 27 días de encierro le habían cambiado la vida. Edgar Rey considera que a pesar de su corpulencia y su pinta de vikingo fiero, Alfredo siempre fue un hombre muy miedoso, que le tenía temor hasta al ruido de explosión de una bomba de plástico, de las que se inflan en las piñatas. “Pero ahora, luego del carcelazo, sí que estaba realmente amedrentado”, afirma Rey.
Su padre, Alfredo Correa Galindo, de 84 años, cuenta que en los primeros días de libertad, Albita, la mujer, lo acompañaba a todas partes; lo llevaba a la universidad y a veces esperaba a que saliera. En un gesto ingenuo, ella metía siempre un tenedor (no un cuchillo) en su cartera cuando salía a escoltarlo. Esa era su única defensa.

Por el estado de nerviosismo, que lo convirtió en un hombre rezandero, él que era un descreído consuetudinario, la familia decidió contratarle un guardaespaldas de verdad. Edelberto Ochoa fue el elegido y terminó siendo su compañero de muerte.
Y aún muerto de miedo, Correa nunca pensó en irse de aquí a pesar de que los amigos y la familia se lo pidieron varias veces. “Por qué me voy a ir si no he hecho nada; todos saben que no he hecho nada”, repetía.

Ese 17 de septiembre, hace tres años, mientras caminaba con su escolta por la carrera 53 con 60, los sorprendió el ruido del balazo que, a quemarropa, se llevó primero a Ochoa.

“¡Hey, loco, no dispare!”, dicen los testigos que fue la última frase de Alfredo Correa de Andreis, emitida con la inocencia del humanista que piensa que puede apelar a la razón aún frente a la brutalidad rampante.

Al día siguiente, más de mil personas se arremolinaron en el cementerio en un acto de despedida, pero más de expiación y de vergüenza por una ciudad que mata a los buenos, que deja asesinar a los bacanes sin que pase nada.

Casi al final, un grupo de guitarristas irrumpió en primera fila para decirle adiós a Correa con la música que le alegraba la vida. Ahí, mientras caía la tierra seca de calor encima del cajón, ya en el fondo de la fosa, empezó a escucharse firme el ‘Gracias a la vida, que me ha dado tanto…’.

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