El Heraldo
El dueño de la Librería Mundo, Jorge Rondón, donde se reunían los intelectuales del Grupo de Barranquilla, tomó esta foto, donde aparecen, entre otros, Carlos de la Espriella, Germán Vargas, Fernando Cepeda, Orlando Rivera, Roberto Prieto, Eduardo Fuenmayor, Gabriel García Márquez, Alfonso Fuenmayor, Ramón Vinyes y Rafael Marriaga. Ediciones La Cueva
Barranquilla

Faulkner hubiera estado en esa mesa

Gabo y sus amigos se encontraron en la calle San Blas y diversos lugares de Barranquilla para discutir de fútbol, periodismo y literatura en el mejor “Week-end”.

En los años 50 Barranquilla mostraba signos de lo que, más tarde se vino a saber, sería un prolongado período de deterioro económico. Desde el siglo XIX, la ciudad había sido pionera de todos los hitos del desarrollo nacional, que le valieron el mote de “pórtico dorado de la República”.

En el año 1947, unas 35 mil edificaciones, dotadas de modernos servicios y profusión de los estilos arquitectónicos que florecían en diversos lugares del mundo, se levantaban arrogantes sobre los 1.500 kilómetros del casco urbano.

Gracias al puerto y a la pujanza de su industria, Barranquilla había llegado a ser, durante ese período feliz, la segunda ciudad más importante de Colombia.

A mediados del siglo XX, no obstante, empezó un estancamiento económico que repercutió inmediatamente en la generación de empleo. La ciudad entró, entonces, en una fase de descomposición social, en cuyo marco aparecieron indicadores de miseria e inseguridad, impensables en otras épocas.

Sin embargo, en los cafés del centro se agitaba un movimiento cultural sin precedentes. Intelectuales provenientes de las olas migratorias que llegaron a la ciudad, se encontraban con sus pares en los espacios de generosidad bohemia que ofrecían los alrededores de la calle San Blas, donde –García Márquez diría después- “comenzaba el mundo”. De hecho, entre Progreso y 20 de julio, se concentraban la Librería Mundo, el Café Colombia, el Cine Colombia, el Café Japy y la Lunchería Americana; a una manzana hacía el norte estaba el América Billares, y hacia el Este, el café Roma, en el paseo Bolívar. Y detrás se levantaba orgulloso el parque Colón, donde vivía (Ramón) Vinyes, junto al mercado callejero, con vistas a la iglesia de San Nicolás, conocida como la “catedral de los pobres”, apenas a unos pasos de las oficinas de El Heraldo” (según la descripción de Gerarld Martin en Una vida).  

En ese mundo de unas cuantas calles se juntaron “de un modo espontáneo, casi por la fuerza de gravedad”: -Alfonso Fuenmayor “un excelente escritor y periodista de veintiocho años, que mantuvo por largo tiempo en EL HERALDO una columna de actualidad con el seudónimo Shakesperiano de Puck; Germán Vargas Cantillo “columnista del vespertino El Nacional, crítico literario certero y mordaz, con una prosa tan servicial que podía convencer al lector de que las cosas sucedían sólo porque él las contaba…y Álvaro Cepeda Samudio “un chofer alucinado –tanto de automóviles como de las letras-; cuentista de los buenos cuando bien tenía la voluntad de sentarse a escribirlos; crítico magistral de cine, y sin duda el más culto, y promotor de polémicas atrevidas. (Anotaciones de Gabriel García Márquez, en Vivir para contarla).

A esa cofradía pertenecían también José Felix Fuenmayor, “periodista histórico y narrador de los más grandes” quien ya había publicado un libro de versos, Musas del Trópico, y dos novelas. Del mismo modo, Meira del Mar “que se iniciaba en el ímpetu de la poesía, pero (con quien) sólo departíamos en las escasas ocasiones en que nos salíamos de nuestra órbita de malas costumbres”; Cecilia Porras, que venía “de Cartagena de vez en cuando, y nos acompañaba en nuestros periplos nocturnos, pues le importaba un rábano que las mujeres fueran mal vista en cafés de borrachos y casas de perdición”; Orlando Rivera, “Figurita”, quien “hablaba, comía, pintaba, se vestía, se enamoraba, bailaba y vivía su vida como un cubano, y cubano se murió sin conocer a Cuba”; Alejandro Obregón, quien “no sólo era desde entonces uno de los grandes pintores de Colombia, sino uno de los hombres más queridos por sus amigos”, y por supuesto Ramón Vinyes, el sabio catalán, el gran mentor de la tribu, con una “vocación congénita para no entenderse con la vida práctica”, de apuntes mordaces generalmente relacionados con su monumental conocimiento de las letras del mundo, las recientes y las más antiguas.

Leer, discutir, escribir. “Si (William) Faulkner estuviera en Barranquilla -le dijo un día Vinyes a García Márquez- estaría en esta mesa”.

Y no sólo habría sido el narrador modernista americano, pues la mesa de la librería Mundo concurrían, a través de sus obras, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Felisberto Hernández, Arturo Barea,  John Dos Passos, Ernest Hemingway, William Irish, Aldous Huxley, James Joyce, Marcel Proust, John Steinbeck,  Virginia Woolf, con quienes aquellos “admiradores precoces” familiarizaron tanto, que en algún momento empezaron a llamarlos como si fueran parte de la pandilla: “la vieja Woolf”, “el viejo Borges”...

Es probable que en ningún otro rincón del país hubiese una crítica literaria como la que fungía en las cuatro manzanas del centro histórico de la decadente Barranquilla, y, mucho menos, tan documentada.

Jacques Gillard, el investigador francés que se dedicó a reconstruir la vida de aquellos frenéticos, hizo ver que cuando el periódico El Tiempo, de Bogotá, publicaba el primer texto de Faulkner, a propósito de su exaltación como Premio Nobel de Literatura,  el escritor norteamericano era un viejo conocido por los muchachos de Vinyes. De hecho, en las columnas de García Márquez en EL HERALDO, se hacían comentarios satíricos sobre la indecisión de la Academia Sueca y se esgrimían argumentos sobre la indiscutible solidez del narrador del Mississippi.

Pero el Grupo de Barranquilla, como lo llamó el periodista Próspero Morales Padilla, no sólo estaba al tanto de la literatura que, a decir de Álvaro Cepeda, era “la única que valía la pena leer” sino de la constante renovación de las obras sus autores. Para ello servía la Librería Mundo de don Jorge Rondón Hederich, a quien  prácticamente le dictaban los títulos que debían pedir a las editoriales de Buenos Aires, donde estaban los principales proveedores de su incesante sed literaria. Los clientes más asiduos de la librería, por supuesto, eran ellos mismos, de manera que hacían una fiesta cada vez que llegaba el pedido en los guacales que desembarcaban en el puerto.

El quid no estaba solamente en leer y compartir sino en criticar con  los fundamentos que daban las lecturas anteriores del autor o las obras de referencia y a partir de ese transitar de tesis y antítesis, derivar aprendizajes. Allí, en medio de aquella mesa de la librería en la que cada quien sabía donde sentarse, por ejemplo, el grupo tomó partido en el debate por la supremacía de la narración que, más allá de su tertulia, enfrentaban en la época a Faulkner y Hemingway, dos de sus faros intelectuales. Y cuando bebían el último sorbo de café en la librería y buscaban un trago más fuerte en la el bar El Japy o la casa de citas de la Negra Eufemia, por aquello de que “el burdel es el mejor ambiente en el que un artista puede trabajar”, la discusión continuaba hasta la madrugada porque ninguno daba tregua a su admiración.

 

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