El Heraldo
Leinis Ramírez, wayuu de 14 años, recorre una vía rural de Manaure, norte de La Guajira, buscando agua para llevar a casa. Carlos Cordero / Enviado Especial
Barranquilla

“Esta sequía es un castigo de Maleigua para los wayuú”: indígenas

Familias reportan la muerte de más de la mitad de sus animales y temen que aparezcan enfermedades por la mala calidad de las aguas que consumen, las cuales provienen de pozos subterráneos.

Sobre el desértico suelo de la media y la alta Guajira hace 12 meses no cae agua del cielo. Aquella ausencia tiene seca la garganta de los indígenas wayuu quienes ya vieron desaparecer sus reservas de agua dulce, a la vez que han ido muriendo por deshidratación varios animales de sus rebaños.

Para ellos esto es una lección que su dios Maleigua, creador de la vida, les envió porque permitieron que la “maldad y la corrupción” entraran en su comunidad. “Es que todas las cosas malas de la ciudad llegaron a nuestras rancherías. Ya violan y matan. Lo peor es que la gente hace como si nada sucediera”, afirma Otilia Uriana, del corregimiento de Media Luna.

Pero Robinson Epinayú dice que detrás de la pérdida de los pastos y de los secos cauces de los ríos está la humillación que está viviendo su pueblo al tener que comprar el agua dulce. “Es injusto que debamos comprar algo que por derecho nos pertenece. Nosotros tenemos muy poco dinero”. 

EL LÁTIGO DE LA SEQUÍA. El ardiente calor del mediodía abraza con unos 40 grados centígrados a la ranchería Jellúsira, ubicada en el municipio de Manaure, donde Idelsa Epinayú, de trece años, se monta en la bicicleta de su padre, amarra una pimpina a su derecha, otra a su izquierda y emprende un viaje de casi 40 minutos para recoger  agua de un pozo que, de antemano sabe, no dejará  con buen sabor los alimentos que su madre preparará cuando ella regrese al caserío.

Pero los gustos del paladar no importan hoy en la escala de necesidades de la familia de Idelsa; desde que  inició este verano las tres comidas del día que antes consumían fueron reducidas a una ración diaria de un vaso de chicha y a un plato de arroz en el que pocas veces hace presencia la carne de chivo.

“Son muchas las cosas que han cambiado”, dice ella. Hace un año Idelsa era ‘rica’, pues  su padre contaba con 200 chivos de los que hoy solo quedan 20. Hace 365 días una de sus cuatro hermanas no tenía el cabello de dos colores ni una barriga protuberante. “Escasea el dinero, ya no tenemos mucho y no hacemos  más que esperar ansiosos la llegada de la lluvia”, dice Tayayuna, padre de la adolescente de 13 años.

Esta familia vive junto a otras ocho en aquel caserío que alcanza a tener unos 100 habitantes. Al vivir en un territorio donde las condiciones de sequía son repetitivas, pensaron que pronto regresaría la lluvia, pero lo que siguió fue la evaporación de las aguas de los jagüeyes, su única alternativa para la ingestión de agua dulce.

Luego siguió la llegada de enfermedades a los animales, que en algunos casos los paralizaba y en otros les producía diarrea, pero ahora los afectados son los humanos. “Cuando se acabó el agua de los jagüeyes, tuvimos que recurrir a los pozos subterráneos. Esa agua nos enfermó al principio, pero ya nos acostumbramos. Después fueron muriendo los animales de sed y todo se fue complicando”, cuenta Tayayuna, sentado bajo ‘el ramadero’, un kiosko de la ranchería en el que los suyos dedican para conversar.

A un kilómetro de Jellúsira está Marakarí, otra ranchería en la que cuentan con un pozo, con una máquina de tratamiento para aguas que está dañado y con una alberca de agua potable que solo puede ser usada para la comida de los 480 estudiantes del colegio que lleva el mismo nombre del caserío.

“Estos días tuvimos que tomar agua del pozo y un niño tuvo malestar de estómago hasta que fue varias veces al baño. Con los jagüeyes secos nos vemos obligados a acudir a los pozos”, dice Celina Puchaina.

Ella está retirando, junto a dos mujeres más, agua de la alberca con un tanque. Celina comenta que al ver el agua limpia que se desliza frente a ella entre un balde y otro aumentan sus ganas de beber el preciado líquido. Pero la mujer respeta la regla: sabe que este es para preparar una chicha para los niños y para nada más.  “Toca esperar que nos traigan agua en carrotanque para comprar a $500 la pimpina. El problema es que nadie sabe cuándo viene”.

En Marakarí, las mujeres extraen agua de una alberca que solo puede ser aprovechada para los alimentos de los niños que estudian en la escuela. Ellas consideran que esta sequía es un mensaje de Dios.

UN CAMINO SEDIENTO.  Un grupo de chivos caminan sobre un valle seco que antes era un jagüey, buscando un ausente que los abandonó por evaporación. La escena es repetitiva a lo largo de la carretera que conduce hacia los pueblos indígenas de La Guajira. Solo un par de chivos encontraron cómo calmar su sed: encontraron unas gotas de agua que caían de la caja del aire acondicionado del peaje de Uribia. Aquel fue el hallazgo del día de estos para garantizarse más horas de vida.

Arbustos de trupillo ocultan en otro punto de la carretera el cuerpo de alguna víctima mortal de la sequía que es sobrevolado por un grupo de goleros que empiezan a acercarse por tierra a su objetivo.

Con gesto indiferente pasan junto a escenas similares mujeres y niños que llevan en sus manos pimpinas vacías, bajo un caluroso día que solo es aplacado por las brisas que corren en estas zonas de La Guajira. Los más afortunados se desplazan en bicicleta o en burro, pero todos tienen un largo recorrido por delante.

En estos caminos, que bordean la carretera, solo hay trupillos y cactus como elementos del paisaje. En algunos sectores hay manchones negros sobre la vegetación que, según cuentan indígenas, resultaron tras la quema de madera para la producción de carbón vegetal, pues muchos se han dedicado a vender tal producto para tener con qué comprar agua.

Sin embargo, aunque la sed siga ardiendo, el único negocio que no se ve perjudicado es el de la venta de la gasolina. Cientos de botellas con este líquido inflamable, traído ilegalmente desde Venezuela, se observa en diferentes zonas donde las bolsas con agua no hacen parte de la oferta.

“En La Guajira hay más gasolina que agua”, dice Rolando Epinayú, mientras mira con decepción lo que le ocurre a su pueblo, como si la inclemencia del fenómeno que parece haberse anticipado para este departamento, ubicado al norte de Colombia, fuera un castigo enviado por el dios Maleigua. 

Los animales recorren los jagüeyes que ahora están secos. Estos son los más afectados por la sequía pues el poco líquido que hay es usado por las personas para sus necesidades.

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