"Las paredes de madera, confundidas con la arena, son el hospedaje de centenares de familias en Salgar

Cuando llegó la abundancia, Pilar* no pudo recibirla. El trabajo en casa le ocupaba todo el tiempo y las horas se ahogaban en el agua que enjuagaba la sartén estropeada por el uso, se fundían con el fuego del hornillo prendido para el guiso y se perdían entre las escamas frescas del pescado que limpiaba. Los días pasaban eternos esperando un soplo de esperanza que la librara de la pesadez y opresión de un hogar que ya no era el suyo.

Sin embargo, cuando ya no le quedaba más que la resignación hacia los maltratos que recibía de sus familiares, uno de sus hermanos mayores se presentó con lo que sería una de las subiendas más recordadas de la época en las playas de Salgar. Eran tantos los peces batiéndose contra las redes que la gente se los repartía gratis en palanganas. Pilar estaba en el traspatio, lavando la montaña de ropa, cuando su hermano irrumpió diciéndole: “recoge dos palanganas, hay suficiente para ti”.

No podía creer su generosidad, pero se apresuró a preparar los peces. En ese momento su hermano le anunció lo inesperado: “Mientras tú te quedas haciendo eso, yo voy a los nuevos terrenos que están invadiendo en Solimar, a ver si me puedo coger uno. Si no alcanzas a llegar te quedas sin nada”.

El mundo se le vino encima, pues sabía que no llegaría a tiempo. Bajó la mirada para ahogar sus anhelos entre los quehaceres rutinarios. Su viejo padre, quien no le hablaba desde hacía ocho meses, se le acercó para devolverle el aire de esperanza que le faltaba: “Mija, yo te ayudo. Prepárame el machete y algo de comer; sigue con la ropa, yo te cerco un terreno y te lo cuido hasta que puedas ir”.
Azúcar, café, panela, agua, foco de mano, baterías, hacha y machete metió Pilar en una mochila. “Le di lo que más pude, yo sabía que mi padre no regresaría más a su casa. Detrás de él, al día siguiente, me fui yo”.

De eso hace 18 años. “Ahora no me falta nada. Cuando me levanto y salgo a la puerta veo a la izquierda el reposo –mira hacia el cementerio de Salgar–, a la derecha, mi familia, -su hija mayor se balancea en la silla mientras acuesta a su bebé en el regazo-, y al frente, el monte, la belleza natural”, afirma Pilar.

Abundancia de vida. Más de un centenar de familias custodian los terrenos olvidados de Salgar. Los estragos del conflicto y la pobreza que aflora el país han condenado a miles de familias a vivir en precarias condiciones.

En esta zona de Salgar, la escasez de recursos, de educación, de sanidad y de infraestructuras básicas hace que muchos se resguarden de la lluvia bajo plásticos o pedazos de eternit, que cocinen sobre el metal oxidado de los abanicos o se vistan con telas de segunda mano sacadas del mercado.

Pero las diferencias sociales están presentes, incluso, en una zona de invasión. La población, que se asentó hace ya dos décadas en el lugar, posee diferentes áreas estructuradas en función del tiempo y adquisición económica de los afincados. Muchos han prosperado en sus negocios y disponen de buenas y majestuosas viviendas; otros trabajan para los patronos de la comunidad.

Maricuya*, por ejemplo, es una de las veteranas en la historia de Solimar y testigo de la fundación de los terrenos. Posee una tienda de perritos calientes situado en la bajada hacia el mar y Eduardo*, apodado el Patosa, cree que por años de antigüedad en la tierra posee la providencia de las
escrituras.

El asentamiento sobre el terreno sigue creciendo hacia la zona norte, pero los habitantes del sur parecen ignorar las carencias y la problemática que posee el pueblo, que crece entre la miseria y la escasez de bienes.

Solimar es hoy una urbanización dividida en dos etapas y ubicada cerca del Castillo de Salgar, en el costado suroccidental del corregimiento. Una de las etapas está legalizada; la otra, parcialmente, por lo que cientos de colonizadores libran una disputa jurídica ante el gobierno municipal para obtener sus títulos.

Sin embargo, se trata de un paraje que envuelve a sus visitantes conforme se aleja de la zona más turística situada en la costa y evoca un ecosistema sustentado por las cientos de historias que dan vida a ese olvidado lugar.

Los vecinos temen responder a las preguntas de los visitantes, debido a la situación irregular de sus tierras. Aunque muchos ya tienen sus escrituras y se han visto beneficiadas por ayudas económicas y materiales de fundaciones u organizaciones, aguardan recelosos ante la llegada de curioso.

Los niños son los principales protagonistas del caserío, que corretean hasta que se pone el sol. Pero el silencio y la paz se unen con la musicalidad de la naturaleza, inundando el lugar de un aroma cargado de tranquilidad y de vida.

A su vez, los jóvenes buscan el reconocimiento y la identidad en medio de una tierra abandonada, a la que sus padres llegaron por la necesidad de encontrar en ella una vida mejor.

De los muchos que allí habitan, muy pocos han tenido la opción de elegir y cargan con la condición de ser desplazados, ilegales o invasores dentro de un mundo que geográficamente no entiende de fronteras, ni de propiedades. Crecen a la sombra de Barranquilla, con su imperante talla de urbe industrial.

David*, el mayor de los nietos de Pilar, anotaba dificultosamente en su libreta los nombres de los visitantes, y, entre el revoloteo e interés por mostrar sus habilidades con el trompo, dijo antes de partir: “No se olviden de mí”.
Y sus palabras quedaron resonando como un fuerte eco sobre las paredes y los techos de las casas mal cuidadas, dándole el aliento y la voz a un pueblo cercado por el olvido.
*Los nombres de los personajes han sido cambiados para proteger su identidad.

Por Paula Romero y Jorge Mario Sarmiento

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