Empezamos a adentrarnos en la Zona Banananera, una especie de memoria triste y mito literario del país, un enjambre de ya cansadas mariposas amarillas revolotea en mi mente, al punto que hacen dudar sobre cual de las dos razones es la principal. Un platanito asado relleno de queso, que ‘Mamá’ me invita, me convence de que el verdadero gourmet está en lo natural, en lo autentico. ¿Qué pensará la chef Leo Espinoza de semejante equilibrio por mil
pesos?

Es mediodía, las esteras de los negocios están abajo y las ventanas de palo abiertas de par en par: la Zona duerme sobre hojas de guineo verde la siesta 'anémica' del territorio ahora solitario. 4 horas de viaje y todo en calma.

Nación Wayuú. Son casi las tres de la tarde, en Maicao dejamos la comodidad del autobús. ‘Mamá’ y yo acordamos seguir el viaje juntos hasta Maracaibo. Nuestros bolsillos de ahora en adelante serán bilingües: en división para ‘bolos’ y en multiplicación para pesos. 120 bolívares fuertes (25 mil pesos) cuesta el derecho a ocupar uno de los cinco cupos del viejo Chevrolet Caprice.

A mi lado derecho Mamá luce unos lentes oscuros que le cubren media cara y que acomoda cada tanto con sus manos robustas de 38 años de trabajo como bedel en una escuela en Maracaibo. “Vine a la misa del año de muerto de mi hermano menor y aproveché para sacar unos papeles que necesito para pensionarme”.

La soledad en el puesto de emigración del suprimido Departamento Administrativo de Seguridad, DAS, ratifican el final de la temporada de vacaciones. El oficial solo pregunta mi destino y pone un sello azul oscuro, esa será la mitad de mi identidad por el resto del viaje.

De nada sirvió la trasnochada tratando de imprimir el certificado de antecedentes judiciales o la preocupación por el mal estado del certificado de vacuna contra la fiebre amarilla: nadie los extrañó.

Paso a pie la línea imaginaria que pone fin al territorio colombiano, ahora camino junto a Hipólito, el viejo ‘Polo’, un barranquillero autentico a pesar de sus 35 años en territorio venezolano y quien sería un nuevo cómplice en este viaje hasta Caracas. A doscientos metros del DAS, alguien del Saime, servicio de migración de la República Bolivariana de Venezuela, que está sentado detrás de un vidrio polarizado me sella el pasaporte sin preguntarme absolutamente nada. Doy el primer paso sobre la Venezuela socialista del siglo XXI y me subo al viejo Caprice. Desde Maicao hasta Maracaibo el viaje es un pasaje por el origen.

Un diálogo visual con el cactus y el trupillo: testimonios de victorias contra las condiciones adversas. El desierto es un compañero omnipresente después que se pasa la frontera, una manta de arena arropa los arbustos y cae por todas partes. Esa tierra rojiza y arcillosa que colorea el paisaje anuncia que está coloreada con sangre de astutos guerreros, de valientes.

A lado y lado de la vía hay hombres con rostros de forajidos empotrados detrás de su bigote y sus sombreros de colores. Bien podrían ser los extras de una ruda película mexicana. Su negocio es la calle y ellos son la ley.

Los vehículos, las cosas y las casas están cubiertos con un celofán de polvo. Por supuesto que es una tierra hermosa, llena de secretos profundos y sabiduría, pero sintiéndose extraño e intimidado dan ganas de pasar corriendo, de seguir de largo.

La tarde agoniza a bordo del viejo Caprice. “Soy del bario Boston. Estaba parrandeando en las fiestas del Hombre Caimán en Cienaga”, confiesa Polo. A los pocos minutos de viaje a bordo del auto empiezan a aparecer las primeras imágenes y mensajes socialistas, y con ellos la primera ‘alcabala’ de la Guardia Venezolana. “Solo muestra los dos sellos”, me dice Polo entre dientes. Él, Mamá y los otros ocupantes exhiben su cedula bolivariana. No pasa nada, el oficial ni se inmuta con mi presencia.

Lo mismo sucede durante las dos horas de viaje hasta Maracaibo en dos retenes más. Mis compañeros de viaje están sorprendidos, parece que por fin se acabo el suplicio y la tortura de soborno para los viajantes.

‘Mamá’ se despide de nosotros antes de llegar a la Terminal del Transportes de Maracaibo. Amaury el malcarado chofer del Caprice le ayuda a bajar dos maletas marrones gigantes. Ahí frente a la Plaza de Toros de la ciudad, ‘Mamá’ me regala un adiós triste y tímido, el viejo carro arranca, hay gente que le toca todo el tiempo vivir embistiendo la vida y rara vez alguien le reconoce la faena.

Son las siete de la noche pasadas, Polo y yo abordamos el último autobús que nos llevará hasta Caracas. Extrañamente vale los mismos 120 bolívares fuertes (otros 25 mil pesos) que el trayecto desde Maicao. Puesto 55 para mi y 57 para Polo. Antes de que el bus levite por encima del Lago de Maracaibo está el primer reten, fotocopias de guardias regordetes y enfundados en un
verde-Fidel hacen disminuir la velocidad. La escena se repetiría un par de veces más.

Amaneciendo bajo sospecha. Las piernas son dos paletas congeladas y tiesas. La noche agoniza sonsa dentro del Expreso. El paso de las horas anestesia el olfato contra los malos olores. Y los movimientos en la extensión de la silla son de carrera de artríticos.

A la 1.30 de la mañana, en los límites del Estado Lara, el bus es detenido y un guardia regordete y de malas palabras, un ‘General Noriega quemado por el sol’, nos hace bajar con todo y equipaje. El hombre masca tabaco, escupe, revisa un par de bolsos, masca, escupe y lanza los bolsos abiertos al borde de un mesón. Comenta algo sobre el paso de droga hacia Venezuela, habla solo, ‘putea’ y maldice. “Así son todos estos tipos”, me dice Polo mientras
esperamos nuestro turno para la requisa.

Entre las 2 y las 4 AM se repite tres veces la escena pero con guardias menos agresivos, menos oficiales con ínfulas de generales frustrados. En ninguna de las ‘alcabalas’ lo militares se preocupan por mis documentos ni me exigen dinero, me tratan como un ciudadano más. Es claro que ya se puede transitar por la frontera colombo-venezolana con solo el pasaporte y un par de sellos de migración. El transito está abierto, pero es lento y retrasado
por las pesquisas oficiales.

Llego a la capital venezolana 26 horas después de haber iniciado mi viaje en tierras barranquilleras. Una culebra metálica que serpentea cuesta arriba, el más típico de los paisajes caraqueños me da la bienvenida: es el rezago de la ‘cola’ (embotellamiento) de la mañana que me da a probar los primeros sabores de esta urbe, que como en la mayoría de las grandes de Suramérica, es sus calles hay un salpicón de vehículos opulentos y viejos carros
destartalados que son conducidos por manos callosas y mugrientas de gente trabajadora.

Un poco antes de las 11 del día estoy parado en la puerta del ‘Terminal de La Bandera’. Polo me embarca en un taxi y se despide con un ‘nos vemos paisano”, que me suena tan barranquillero como caraqueño, y se embarca al colectivo que lo llevará a su hogar en Petare, donde la mitad de su gente lo espera con los regalos que le mandó la otra mitad. Somos una sola familia a lado y lado de la frontera pero con dirigentes diferentes, críos de una sola
patria bolivariana a quienes, por desgracia, cada cierto tiempo les da por jugar a sacarse los ojos.

Por Rainiero Patiño

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Caracas: a un pasaporte, dos sellos, $90 mil y 26 horas en bus

Hay caminos que se vuelven cíclicos, que rondan con persistente esperanza los sueños de los pueblos. Colombia y Venezuela son dos críos de cuervos que se alimentan juntos y cada cierto tiempo juegan a sacarse los ojos. Además del padre de la patria y muchas otras cosas, ambas naciones hermanas tienen algo en común: sus hijos sueñan con que hay un mejor futuro al otro lado de la frontera. Hace más de 40 años muchos padres y ahora abuelos colombianos también tuvieron un sueño. Un poco más allá del confín guajiro la ilusión para una vida mejor florecía. Caracas, Venezuela, era entonces, bajo el impulso modernizador de Carlos Andrés Pérez, un territorio de progreso y de oportunidad para una generación joven de compatriotas. Con un mínimo de requisitos: una visa fácil de obtener y unos cuantos billetes en el bolsillo, llegaron a la tierra del libertador.Por otro lado, en los últimos años, un gran número de venezolanos que no ven con buenos ojos las políticas gubernamentales del presidente Hugo Chávez decidieron empezar una nueva vida al otro lado de la nación wayuú. El alimento cíclico continúa.Son las ocho de la mañana de un jueves de enero, ataviado con un morral de montañero inicio el recorrido de la ruta que esos peregrinos colombianos hicieron de forma definitiva, para quedarse por siempre.La economía es la mejor opción para el bolsillo y la palabra del viajero: hay pocas cosas que dibujan tan fácilmente una sonrisa en el rostro como ser amigo del taquillero en cualquier negocio, en cualquier lugar del mundo.Pide lo que necesites pero nunca hables de más, no dejes en evidencia que eres novato. Tiquete: 35 mil pesos; Jugo de durazno: 2 mil pesos; la inquietud por lo que pueda pasar en el camino.Siempre hay dudas y temores al principiar un viaje. Como el tuerto de Cartagena, yo también creo que “el sol es un buñuelo hirviente” pero este de hoy chisporrotea los ojos con leves destellos de aceite hirviendo. Espabila, espabila. Brilla potentemente, espero no se marche e ilumine la ruta de oscuras advertencias que me llevará hasta el corazón popular de Caracas. Bus Número 6561, Puesto12. La temporada alta de vacaciones ya ha finalizado, cuatro personas más están abordo. Recorro el bullicioso sector del bulevar de Simón Bolívar. “Si la gesta del libertador siguiera viva esta calle tendría que ir de Caracas a Lima, sin fronteras”, pienso.El territorio colombiano es una película de ciencia ficción donde con solo cerrar los ojos el protagonista despierta frente a un plano general del gran Mar Caribe inundando de salitre la ventana del autobús. Cierra los ojos, ábrelos: El mismo mar testigo antiguo de la migración regional: ¿Todavía bañan de libertad tus olas el territorio americano?Sigue la secuencia. Ciérralos, ábrelos: la histórica Cienaga enclavada al pie de esa cadena de jorobas de dinosaurio que es la Sierra Nevada. La vieja ‘Aldea Grande’ espera renacer. ¡Señores no es lo mismo histórica que olvidada! Cierra los ojos.Ábrelos: Un policía en la Central de Transportes de Santa Marta me hace dudar de mis 'antecedentes' (¿Sabrá que le quedé debiendo a la seño Alba, la profe de religión, 50 avemarías la última vez que me castigó en quinto de primaria o que también leí a Cohelo y a Rizzo con efusividad en primer semestre de literatura?). Intenta decir mi nombre, no le sale. Todo está bien. Cierra los ojos: Fin de la secuencia.‘Mi Mamá’. Ya tengo compañera de silla. Trae los ojos cuajados en lágrimas. Un hombre más joven que ella la despide. "Es triste dejar a la familia" me dice a modo de saludo y se sienta. "Vivo allá", aclara como excusando el llanto. Un bolso café está aprisionado en su axila izquierda, al estilo de mamá. Hablamos un rato y cada vez que insisto en preguntar cosas del viaje noto que sonríe pero al mismo tiempo aprieta la axila.Empezamos a adentrarnos en la Zona Banananera, una especie de memoria triste y mito literario del país, un enjambre de ya cansadas mariposas amarillas revolotea en mi mente, al punto que hacen dudar sobre cual de las dos razones es la principal. Un platanito asado relleno de queso, que ‘Mamá’ me invita, me convence de que el verdadero gourmet está en lo natural, en lo autentico. ¿Qué pensará la chef Leo Espinoza de semejante equilibrio por milpesos?Es mediodía, las esteras de los negocios están abajo y las ventanas de palo abiertas de par en par: la Zona duerme sobre hojas de guineo verde la siesta 'anémica' del territorio ahora solitario. 4 horas de viaje y todo en calma.Nación Wayuú. Son casi las tres de la tarde, en Maicao dejamos la comodidad del autobús. ‘Mamá’ y yo acordamos seguir el viaje juntos hasta Maracaibo. Nuestros bolsillos de ahora en adelante serán bilingües: en división para ‘bolos’ y en multiplicación para pesos. 120 bolívares fuertes (25 mil pesos) cuesta el derecho a ocupar uno de los cinco cupos del viejo Chevrolet Caprice.A mi lado derecho Mamá luce unos lentes oscuros que le cubren media cara y que acomoda cada tanto con sus manos robustas de 38 años de trabajo como bedel en una escuela en Maracaibo. “Vine a la misa del año de muerto de mi hermano menor y aproveché para sacar unos papeles que necesito para pensionarme”.La soledad en el puesto de emigración del suprimido Departamento Administrativo de Seguridad, DAS, ratifican el final de la temporada de vacaciones. El oficial solo pregunta mi destino y pone un sello azul oscuro, esa será la mitad de mi identidad por el resto del viaje.De nada sirvió la trasnochada tratando de imprimir el certificado de antecedentes judiciales o la preocupación por el mal estado del certificado de vacuna contra la fiebre amarilla: nadie los extrañó.Paso a pie la línea imaginaria que pone fin al territorio colombiano, ahora camino junto a Hipólito, el viejo ‘Polo’, un barranquillero autentico a pesar de sus 35 años en territorio venezolano y quien sería un nuevo cómplice en este viaje hasta Caracas. A doscientos metros del DAS, alguien del Saime, servicio de migración de la República Bolivariana de Venezuela, que está sentado detrás de un vidrio polarizado me sella el pasaporte sin preguntarme absolutamente nada. Doy el primer paso sobre la Venezuela socialista del siglo XXI y me subo al viejo Caprice. Desde Maicao hasta Maracaibo el viaje es un pasaje por el origen.Un diálogo visual con el cactus y el trupillo: testimonios de victorias contra las condiciones adversas. El desierto es un compañero omnipresente después que se pasa la frontera, una manta de arena arropa los arbustos y cae por todas partes. Esa tierra rojiza y arcillosa que colorea el paisaje anuncia que está coloreada con sangre de astutos guerreros, de valientes.A lado y lado de la vía hay hombres con rostros de forajidos empotrados detrás de su bigote y sus sombreros de colores. Bien podrían ser los extras de una ruda película mexicana. Su negocio es la calle y ellos son la ley.Los vehículos, las cosas y las casas están cubiertos con un celofán de polvo. Por supuesto que es una tierra hermosa, llena de secretos profundos y sabiduría, pero sintiéndose extraño e intimidado dan ganas de pasar corriendo, de seguir de largo.La tarde agoniza a bordo del viejo Caprice. “Soy del bario Boston. Estaba parrandeando en las fiestas del Hombre Caimán en Cienaga”, confiesa Polo. A los pocos minutos de viaje a bordo del auto empiezan a aparecer las primeras imágenes y mensajes socialistas, y con ellos la primera ‘alcabala’ de la Guardia Venezolana. “Solo muestra los dos sellos”, me dice Polo entre dientes. Él, Mamá y los otros ocupantes exhiben su cedula bolivariana. No pasa nada, el oficial ni se inmuta con mi presencia.Lo mismo sucede durante las dos horas de viaje hasta Maracaibo en dos retenes más. Mis compañeros de viaje están sorprendidos, parece que por fin se acabo el suplicio y la tortura de soborno para los viajantes.‘Mamá’ se despide de nosotros antes de llegar a la Terminal del Transportes de Maracaibo. Amaury el malcarado chofer del Caprice le ayuda a bajar dos maletas marrones gigantes. Ahí frente a la Plaza de Toros de la ciudad, ‘Mamá’ me regala un adiós triste y tímido, el viejo carro arranca, hay gente que le toca todo el tiempo vivir embistiendo la vida y rara vez alguien le reconoce la faena.Son las siete de la noche pasadas, Polo y yo abordamos el último autobús que nos llevará hasta Caracas. Extrañamente vale los mismos 120 bolívares fuertes (otros 25 mil pesos) que el trayecto desde Maicao. Puesto 55 para mi y 57 para Polo. Antes de que el bus levite por encima del Lago de Maracaibo está el primer reten, fotocopias de guardias regordetes y enfundados en unverde-Fidel hacen disminuir la velocidad. La escena se repetiría un par de veces más.Amaneciendo bajo sospecha. Las piernas son dos paletas congeladas y tiesas. La noche agoniza sonsa dentro del Expreso. El paso de las horas anestesia el olfato contra los malos olores. Y los movimientos en la extensión de la silla son de carrera de artríticos.A la 1.30 de la mañana, en los límites del Estado Lara, el bus es detenido y un guardia regordete y de malas palabras, un ‘General Noriega quemado por el sol’, nos hace bajar con todo y equipaje. El hombre masca tabaco, escupe, revisa un par de bolsos, masca, escupe y lanza los bolsos abiertos al borde de un mesón. Comenta algo sobre el paso de droga hacia Venezuela, habla solo, ‘putea’ y maldice. “Así son todos estos tipos”, me dice Polo mientrasesperamos nuestro turno para la requisa.Entre las 2 y las 4 AM se repite tres veces la escena pero con guardias menos agresivos, menos oficiales con ínfulas de generales frustrados. En ninguna de las ‘alcabalas’ lo militares se preocupan por mis documentos ni me exigen dinero, me tratan como un ciudadano más. Es claro que ya se puede transitar por la frontera colombo-venezolana con solo el pasaporte y un par de sellos de migración. El transito está abierto, pero es lento y retrasadopor las pesquisas oficiales.Llego a la capital venezolana 26 horas después de haber iniciado mi viaje en tierras barranquilleras. Una culebra metálica que serpentea cuesta arriba, el más típico de los paisajes caraqueños me da la bienvenida: es el rezago de la ‘cola’ (embotellamiento) de la mañana que me da a probar los primeros sabores de esta urbe, que como en la mayoría de las grandes de Suramérica, es sus calles hay un salpicón de vehículos opulentos y viejos carrosdestartalados que son conducidos por manos callosas y mugrientas de gente trabajadora.Un poco antes de las 11 del día estoy parado en la puerta del ‘Terminal de La Bandera’. Polo me embarca en un taxi y se despide con un ‘nos vemos paisano”, que me suena tan barranquillero como caraqueño, y se embarca al colectivo que lo llevará a su hogar en Petare, donde la mitad de su gente lo espera con los regalos que le mandó la otra mitad. Somos una sola familia a lado y lado de la frontera pero con dirigentes diferentes, críos de una solapatria bolivariana a quienes, por desgracia, cada cierto tiempo les da por jugar a sacarse los ojos.Por Rainiero Patiño

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