Ana Epinayuu limpia sus lágrimas cuando recuerda el momento en que a su sobrina Margoth Ballesteros Epiayuu, después de asesinarla a tiros, la sentaron en una silla de mimbre y la decapitaron de un tajo. Y sólo le queda un último aliento para completar la descripción de la macabra escena: la cabeza sangrante fue tomada por los cabellos y puesta en lo alto de un cactus sembrado frente a la enrramada de su casa. Fue la última acción de un día de horror que comenzó a las once de la mañana del domingo 18 de abril de 2004 y se prolongó más allá del medio día. Semanas después comenzó el éxodo de centenares de indígenas de la etnia wayuu.

Ana, sobreviviente de aquella masacre en la que el número de muertos llegó a doce, fue una de las primeras personas que abandonó Portete, el lugar donde nació hace más de sesenta años. Regresó a los seis meses y encontró un pueblo desolado, habitado apenas por un puñado de valientes mujeres que, en medio del dolor, trataban de olvidar el espantoso día.

Poco a poco se desmoronan las casas que quedan en lo que fue Portete.

Dice que se le acabó la alegría, que no ha vuelto a sonreír y que desde hace cuatro meses no ha visto en su casa a nadie distinto que a su hijo Daniel Epinayuu, y a Doris Arends y Joisith Sánchez, las maestras de una escuela en ruinas en la que todos los días se reúnen los pocos niños que aún quedan.

También afirma que le duele cuando algunos miembros de su clan todavía le reclaman que esté viva. Ellos piensan que, de alguna manera, Ana fue cómplice de un grupo de paramilitares que llegaron a Portete en varios vehículos, vestidos con camuflados del ejército, con la intención de exterminarlos a todos y apoderarse del puerto natural por donde empezaban a exportar cocaína y recibir el contrabando de mercancías que llegaba de Panamá, Curazao y Bahamas.

“Mataron a Rosa Uriana y a Rubén Epinayuu delante de todos. Las jovencitas que no pudieron esconderse aparecieron violadas, pero de Reina Fince Pushaina y Diva Fince Epinayuu no se supo nunca nada. Se llevaron a muchos que tampoco han vuelto. Yo volví para morir en mi pueblo, aunque hubiera preferido que me atravesaran cuando pusieron la bayoneta en mi pecho”, explica.
Cuatro ‘paras’ la tiraron junto al telar multicolor que acababa de tejer y comenzaron a indagarle por sus familiares. Preguntaron por los hombres, interrogaron por el lugar donde habían ido a esconderse las mujeres y amenazaron con matarla, al igual que a los niños. Ella evitó pronunciar palabra. Sólo abrió sus ojos asombrados al ver los otros ojos muertos que parecían mirarla desde la punta del cactus; y los desorbitó más al observar, a pocos metros de distancia, el cadáver de Diva Fince, a quien había designado para que le cerrara los ojos cuando la sorprendiera la muerte en la última etapa de su vejez. Pero la muerte sorprendió primero a Diva aquel domingo sangriento cruzado por machetes, balas y motosierras.

Ana Epinayuu nunca había visto asesinada a una mujer de su etnia. La feminidad, en la cultura wayuu, representa un símbolo sagrado, una especie de culto y veneración que la pone a salvo de los conflictos que en ocasiones han medido la dimensión de la sangre entre diversos clanes enfrentados a muerte. Por eso dice que le duele aquí en el alma, junto al corazón. Porque los ‘paras’ masacraron también a Gintüi Epinayuu, Diva, Reina, Margoth, Rosa, Diana y Margarita.

Ha sido, según Ana, una de las mayores afrentas para los wayuu, a lo largo de su historia. Por eso, Daniel Epinayuu, hijo de Ana, prefiere contestar con monosílabos y repetir, en un español apenas inteligible, que ya todo pasó, que ojalá vuelvan los suyos, los que se fueron a Maracaibo. Él es otro de los sobrevivientes de la masacre y siente pena por ello: baja la cabeza y aprieta las manos contra sus rodillas. Aida, palabrera de la etnia y quien hizo las veces de traductora del wayuunaiki al español en el diálogo con Ana, afirma que los hombres de Portete, en el lugar donde se encuentren, aún se sienten avergonzados por no poder evitar la tragedia.

Es una impotencia que Daniel refleja ahora, poco antes de terminar la visita que cada semana cumple a su madre como si se tratara de un ritual de vida.

¿DÓNDE ESTÁ PORTETE?

Las pocas casas que quedan en Portete están desperdigadas en el desierto, al final de varios senderos que, vistos desde arriba, conforman un minúsculo laberinto. Son rancherías centenarias, de arquitectura simple, que aparecen de pronto cuando el camino se abre como un playón inhóspito y árido, atravesado por silbidos nocturnos y olea-das de viento y polvo.

A golpe de vista, aparecen los rectángulos de bahareque y barro apelmazado que antes de la matanza estuvieron reforzados con varas de yotojoro. Los techos resquebrajados en forma de pirámides ya no amortiguan los rayos del sol ni las gotas de una escasa lluvia que cae desde el comienzo de los siglos. Casi al final se ve una enrramada que fue, hace menos de un lustro, punto de encuentros y desencuentros, sitio de esparcimiento y lugar de fiestas y sueños de visitantes.

Las rancherías fueron las viviendas de una parte de esta etnia wayuu de antiguas raíces culturales, pero abandonadas hoy y remecidas desde sus cimientos por el viento que sopla del norte y sobrevuela los promontorios de sal antes de morir en el mar. Están solas: otras aparecen al lado de pequeños cauces de lagunas sin agua, con puertas deformadas y sostenidas apenas con troncos leñosos carcomidos por los años.

Portete ya no existe. Antes del 18 de abril de 2004 era un pueblo de más de setecientos habitantes que, junto a Puerto Nuevo y Guarrao, formaba parte de Bahía Portete, corregimiento perteneciente al municipio de Uribia. Ahora es la sombra de una aldea de rancherías deshabitadas que poco a poco se desmoronan en medio de un silencio largo. Dicen que todavía habitan medio centenar de mujeres y decenas de niños en las chozas que están cerca de lo que antes fue un puerto de entradas y salidas.

Dicen también que están ahí, pero que tienen miedo, incluso, de los camuflados amarillos del desierto que viven en casuchas militares instaladas después de la masacre. Y dicen, además, que se esconden del ‘comandante Pablo’, un paramilitar al servicio de ‘Jorge 40’ que se mueve por los lados de la serranía de Jarara.
Estos niños de ojos rasgados que avanzan a lomo de mula y miran con desconfianza, podrán comprender, cuando la razón les asista, el misterio de los huesos desenterrados de los difuntos en su segundo velorio, o el llanto de madres y esposas abrazadas un domingo cualquiera al suplicio de las cruces de barro que se yerguen sobre los restos de los hijos y maridos asesinados en la incursión paramilitar.

EL ‘COMANDANTE PABLO’

Ana afirma que ella volvió por lo que ya dijo, pero también por las promesas del Gobierno. Entonces recuerda que en mitad del dolor colectivo, meses después de la tragedia en su etnia, el vicepresidente Francisco Santos estuvo en Riohacha y posteriormente se trasladó a la Alta Guajira para hacer promesas que aún no se cumplen.

“Él quiso que bailáramos la chichamaya dizque para alejar los malos espíritus, pero nosotros estábamos de luto. Trajeron indígenas de otras partes para mostrar que lo que había pasado aquí no era grave”, anota.

Doris y Joisith revelan su asombro al escuchar el tamaño de las confesiones. Hace algunos meses llegaron de quién sabe dónde para reiniciar las clases con los párvulos que aparecen puntuales, todas las tardes, en una improvisada choza de indígenas que abandonaron el pueblo para siempre después de sobrevivir a la masacre. Ahora, las dos maestras, marchan para dictar las clases del día; Daniel, por su parte, se ha ido con su vergüenza marchita; Ana trata de espantar, frente al telar de colores vivos, los amargos recuerdos revividos hace poco durante más de dos horas. Y Portete sigue diluyéndose, desapareciendo en medio del sol y las areniscas doradas del desierto, mientras allá arriba, en Jarara —advierte Aida—, tal vez el ‘comandante Pablo’ esté planeando otra masacre junto a sus ‘Águilas Negras’.

AIDA, LA PALABRERA

Los palabreros son una institución sagrada entre los wayuu. Según la leyenda, el primero fue Utta, ave mítica de plumaje ocre y pico recto que dictó las primeras leyes que garantizaron el orden y la convivencia entre clanes conformados en espiral y unidos por lazos genealógicos.

Luego surgieron los de carne y hueso, con la virtud de un verbo tranquilo que se disemina en el desierto de dunas y árboles secos; sin picos ni plumajes, asistidos por el ángel de la palabra que se encadena y expande al vaivén de argumentos convincentes.

Aida Cuaq Iguarán es una de las pocas palabreras que quedan en la etnia. Su vida transcurre entre la Alta Guajira y la ciudad de Riohacha, facilitando las reparaciones de las ofensas y brindando su apoyo mediante el poder de la palabra. Habla wayuunaiki, lengua nativa, y español. Dos preguntas fueron suficientes para que rindiera honores a su oficio:

¿Cómo explica esto?

-Casi todo lo he dicho con mi llanto. Con estas palabras quiero rendir un homenaje a la memoria de las mujeres de mi etnia, cuyos nombres ya se conocen. También a los hombres ‘picados’ y baleados sin misericordia: Rubén Epinayuu, Nicolás Barros Ballesteros, Arturo Epiayuu, Alberto y Robert Everts Fince. Dicen que otros se fueron a Maracaibo, pero creo que están desaparecidos. En Portete murieron niños, ancianos y mujeres. En una sola fosa, hacia Sukaramana, encontraron 16 cadáveres después de la masacre y no entiendo cómo el Estado nos ha ignorado en estos eventos de Justicia y Paz.

La palabrera wayuu Aida Cuaq Iguarán reclama del Gobierno el que no los tenga cuenta en la aplicación de la Ley de Justicia y Paz.

¿Y en cuánto al impacto?

-Me llevé a Riohacha a una ahijada que sobrevivió a la masacre. Lo vio todo y todavía está traumatizada. Sólo habla con mujeres porque le tiene pánico a los hombres, especialmente a los de tez blanca. Nunca en la etnia wayuu había sucedido semejante barbarie, pues siempre se evitó el conflicto a través del diálogo y las indemnizaciones por la falta cometida. Nos quieren acabar.

¿QUIÉNES FUERON?

Según algunos miembros representativos de la etnia wayuu, todo comenzó cuando a José María Ipuana se le metieron en el cuerpo los malos espíritus. Ipuana es el mismo José María Epinayuu, conocido como ‘Chema Bala’ y quien aparece en su cédula venezolana con el nombre de José María Barros. Él quedó con el control de uno de los pocos muelles de Bahía Portete después de que su mamá lo designara como administrador. La muerte de dos de sus primos fue abriendo unas viejas heridas que nunca terminaron de cicatrizar. Cuando le ‘mandaron la palabra’ —acto ceremonial para iniciar el proceso de reparación— ‘Chema’ aceptó los crímenes y pagó por ellos.

El mal estaba hecho. Así, los conflictos continuaron hasta que ‘Chema Bala’ estableció alianza con los hombres del Bloque Norte de ‘Jorge 40’. Poco a poco el paramilitarismo se fue extendiendo por la península de La Guajira, cubriendo zonas y alargando sus tentáculos. En un momento, pisaron las tierras resquebrajadas y secas del desierto. Primero fueron tres muertes selectivas en Puerto Nuevo, a principios de 2004. En abril del mismo año se produjo la masacre y el desalojo en Portete. Y el 16 de mayo del mismo año mataron en la ranchería Halapalichi a Amable Epinayuu, anciano de 82 años y uno de los últimos testigos de la masacre del 18 de abril.

Mientras ‘Chema Bala’ era detenido y trasladado a Bogotá el 10 de octubre de 2004, los ‘paras’ del Bloque Norte terminaban de copar la región desértica de la península después de asegurar el control en el sur de La Guajira; Maicao y Carraipía, donde también asesinaron a placer para controlar el negocio del contrabando de gasolina.

Las recientes desmovilizaciones, según Aida Cuaq, no han traído la quietud. Entonces repite el refrán de moda: “se fueron las abejas de los paracos, pero llegaron las águilas, que vuelan más alto”. Una en especial es temida en estos momentos por la fama negra que la envuelve: el ‘comandante Pablo’, quien tal vez en este instante descansa en Poporo antes de llegar con sus hombres a la serranía de Jarara.
 

Por JAIME DE LA HOZ SIMANCA

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