Entre Dios y el César
La determinación de la Administración distrital de cobrar tributos por la celebración de procesiones ha suscitado un interesante debate en términos democráticos. Lo que hace la Alcaldía es aplicar la normativa vigente.
Un debate muy interesante, en términos democráticos, se suscitó ayer con motivo de las procesiones de Semana Santa en Barranquilla. En concreto, por la crítica que el párroco de la iglesia de San Francisco, Gustavo Ortiz, formuló contra la Alcaldía distrital por cobrar tributos a los templos por el desarrollo de procesiones. El cura, que se mostró visiblemente indignado ante la prensa, pidió orar por la alcaldesa Elsa Noguera para que “tome más conciencia de su ser de cristiana católica”.
La polémica no concluyó ahí. Al término de la Misa Crismal, el arzobispo de Barranquilla, monseñor Jairo Jaramillo, hizo un llamado público a los párrocos a no pagar el tributo que les está exigiendo el Distrito.
Hacia el final de la tarde, el Comité de Prevención y Vigilancia distrital difundió un comunicado en el que se reafirma en el cobro del impuesto a las procesiones, en cumplimiento del Estatuto Tributario municipal para eventos masivos.
Lo primero que hay que señalar es que la alcaldesa Noguera, a la que dirigió sus dardos el párroco de la iglesia de San Francisco, no es nada sospechosa de actuar por móviles anticlericales. Todo lo contrario, la mandataria es conocida por su fervor religioso y ella misma se declara abiertamente una devota católica.
En realidad, lo que han hecho las autoridades es hacer cumplir una norma tributaria que grava eventos que impliquen cierres viales y reforzamiento de medidas de seguridad pública.
Ciertamente, el catolicismo es la religión mayoritaria en Colombia y tiene una fuerte raigambre en la sociedad. Pero también es cierto que la Constitución de 1991 sentó las bases, clarificadas tres años después por el Tribunal Constitucional, que consagran a Colombia como Estado laico, donde no cabe un trato privilegiado a ninguna religión, ni siquiera la “de carácter más extendido”.
Lo que se ha producido es, pues, una colisión entre dos intereses: el de una confesión que pretende desarrollar una ceremonia muy emotiva para muchísimos ciudadanos, y unas instituciones que le piden que pague los gastos de seguridad, limpieza, etc., que se deriven del evento, por considerar que el costo lo debe sufragar el organizador y no, de modo indiscriminado, el conjunto de los contribuyentes.
Seguramente un gran número de ciudadanos es partidario de que se exonere a las procesiones del pago de tributos. Es este un tema que, como todo en democracia, puede debatirse; eso sí, teniendo como referente el texto constitucional. Pero, mientras se produce ese debate, existe una norma y, por injusta que parezca a algunos, debe cumplirse. Llamar a la desobediencia tributaria no es el mejor camino para expresar desacuerdo con una normativa.
Lo que cabe esperar, como seguro sucederá, es que las aguas vuelvan a su cauce y que la Semana Santa se desarrolle en el clima de recogimiento y fervor que siempre la ha presidido y que sin duda merece.
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