¿Drama sin fin?
El hambre sigue cobrando vidas en La Guajira, pese a las medidas adoptadas. Las denuncias de corrupción en los recursos para la niñez, cada vez más sólidas, deberían conducir a acciones más efectivas para intervenir la situación.
Una sociedad puede darse por derrotada en la medida en que se habitúa a la inequidad. Por eso, no hay que permitir que la muerte de niños wayuu por desnutrición se convierta, por efecto de su impune repetición, en otro acontecimiento más del paisaje informativo cotidiano.
Es inaceptable que la gravedad del drama humanitario de La Guajira termine pasando desapercibida, casi ocultada, por cuenta de la dinámica de una actualidad noticiosa sobrecargada de situaciones escandalosas. Más allá de otros temas que por supuesto también ocupan a la opinión pública, no hay que olvidar esa gran herida que sigue abierta en el fondo de Colombia, derramando tragedia cada cierto tiempo. Niños siguen muriendo de hambre, tres de ellos en menos de 24 horas, tal como había sucedido a finales de 2015. La cifra ya asciende a 22 fallecimientos por esta causa en lo que va del año en todo el país, según el reporte del Instituto Nacional de Salud. Pero el total en los últimos años en la región excede los 300, según los cálculos más optimistas.
Cabría preguntarse, ¿qué hace falta para que la sociedad en su conjunto se movilice para buscar una intervención más efectiva de esta situación, y que se replantee el manejo que se le ha dado?
No se pueden desconocer las acciones que ha emprendido el Gobierno Nacional, en particular en las últimas semanas. Llegó un buque cargado de ayudas, se han abierto pozos; el presidente Santos se movilizó a La Guajira, y desde allá está despachando la directora del Bienestar Familiar. En conjunto con las autoridades locales, ha realizado recorridos en las rancherías en la búsqueda de más niños en riesgo.
No obstante, ha sido conveniente que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos –CIDH– haya decidido mantener las medidas cautelares por las cuales ordenó priorizar la atención a los menores de edad wayuu en Uribia, Manaure, Riohacha y Maicao, puesto que cada muerte es una nueva evidencia de que la situación no se ha solucionado.
El hecho de que un problema se repita, y su ocurrencia se sostenga en el tiempo, no significa que habrá que cesar en los esfuerzos por resolverlo. Al contrario, no hay que dejar de insistir en la tarea de extirpar los males que se arraigan en nuestra Región, por más resistentes y recurrentes que estos se muestren tras décadas de anquilosamiento.
Más allá de las medidas de atención urgente, que son sin duda importantes, hace falta revisar qué sucede en el fondo. Tanto el ICBF como el Ministerio de Educación han denunciado mafias y falta de transparencia en la ejecución local de los planes que han adoptado para proteger la niñez y salvaguardar la alimentación escolar.
Ya hay varios funcionarios presos, y a nadie le cuadran las cifras a la hora de contrastar todo el dinero que el departamento ha recibido por regalías e inversiones con la crisis que aqueja a su población. Varias voces se han alzado a señalar a la corrupción como determinadora de las muertes de los niños wayuu.
Urge diseccionar con rigor qué pasa, entonces, para identificar responsabilidades con mayor precisión y tomar las medidas específicas y tajantes que hagan falta.
El drama de los guajiros pone a prueba la tenacidad de un Estado que busca consolidar su vocación de modernidad. Porque, en el fondo, es el drama de todos los colombianos.
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