El proyecto de modernización de la planta está en el ojo del huracán por un sobrecostos de USD4.023 millones. Más allá del escándalo suscitado, es imperioso establecer responsabilidades.

La ampliación y modernización de la Refinería de Cartagena, Reficar, es el escándalo administrativo del momento en el país.

Un proyecto clave para el aparato productivo petrolero de Colombia, que desde hace poco menos de 10 años se erigía como una inversión estratégica que fortalecería a Ecopetrol en el concierto mundial y que traería beneficios como aumentar la exportación de petróleo y bajar el precio de los combustibles, ha terminado siendo objeto de señalamientos que apuntan a un detrimento patrimonial para las arcas estatales que todavía no se termina de dimensionar.

Lo que en principio iba a costar USD3.900 millones pasó a costar USD8.060 millones, es decir, USD4.023 millones más de lo presupuestado, una cantidad con la que no terminaríamos de citar las obras que se pudieran haber financiado.

Según un informe de la Contraloría General de la República, en el ‘rosario’ de irregularidades se encontraron “deficiencias en la planeación” e “inexperiencia del socio estratégico”. Incluso se evidenció el caso de la compra de una planta de hidrógeno en Puerto Rico que nunca se utilizó. El ente de control estableció que por lo menos 14 contratos tuvieron aumentos sobre 1.000%, y apenas comienza el destape de todo lo que ocurrió.

Una de las noticias que generó ayer el tema de Reficar fue el pronunciamiento del presidente Juan Manuel Santos y la casi inmediata respuesta del expresidente Álvaro Uribe Vélez. El actual mandatario dijo lo siguiente: “El origen, el pecado original de todo esto sucedió en el Gobierno anterior”. En Twitter, la respuesta de su predecesor fue: “Ex Ministros y ex directores de Ecopetrol contestarán el cinismo de Santos que manejó 5,5 años a Reficar y viene a culpar a nuestro Gbno”.

Más allá de este contrapunteo entre los dos dirigentes y de la exposición mediática del escándalo, lo verdaderamente importante es que los organismos de control no cejen en el empeño de hallar a los responsables de la falta de previsión, del derroche de dinero –si se comprueba que lo hubo–, de los errores en la planificación y de los fallos en el destino de las inversiones.

Hay que preguntarse por qué no se hicieron las advertencias a tiempo si los gastos parecían desbordados. Y si se hicieron, por qué no se atendieron.

Se trata de la pulcritud que debe rodear el manejo de los recursos públicos. Si se llegara a comprobar que hubo corrupción en esta megaobra, engrosaría la lista de experiencias nefastas en materia de desgreño administrativo, como lo fueron en su momento Dragacol, Foncolpuertos, El Guavio y un largo etcétera.

Serán las autoridades las que determinen cuál es la verdad de lo que ocurrió con Reficar, pero las dudas que se asoman merecen toda la atención tanto de los medios de comunicación, como de los congresistas y de los gremios productivos del país. Al fin de cuentas, seremos los colombianos los que terminaremos pagando los sobrecostos de la obra.