El Heraldo
Frente a la urna con las cenizas del Nobel, sus hijos, Gonzalo y Rodrigo, y la viuda, Mercedes Barcha, hicieron la primera guardia de honor. José Torres/Enviado especial
Cultura

“Gloria eterna a quien más gloria nos ha dado”: presidente Santos

Con honores, el Gobierno de México recordó que Gabriel García Márquez fue un hombre feliz.

Más de cuatro horas de fila había que esperar para entrar al Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México y acercarse a tres metros de las cenizas de Gabriel García Márquez.

Miles lo hicieron. Se encontraron con una banda sonora que hizo amable la procesión para expresar la última gratitud. El vallenato y la música sinfónica, el folclor y la alta cultura se dieron la mano en honor al Nobel colombiano. Pusieron a bailar la solemnidad y el luto por su partida de este mundo con la alegría y la celebración popular de una obra que nació eterna.

Su homenaje final fue un reflejo de su legado literario, que es “aplaudido en la plaza popular y en el aula erudita”. Así lo describió Rafael Tovar y de Teresa, presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes de México, Conaculta. Fue el primero en dedicarle unas palabras al Nobel colombiano, a las 8:13 de la noche, hora de México y también de Colombia. Versos vallenatos le venían dedicando desde el mediodía cantantes como Anderson Marbello, de Valledupar, que cantó tres horas en la fila, armado solo de su garganta y una guacharaca. “No le gustaba el protocolo”, dijo él al salir.

El homenaje había empezado desde las 4:14 de la tarde del lunes 21 de abril de 2014, hora en la que la urna con sus restos fue ubicada en lo alto del vestíbulo de Bellas Artes. La trajeron Mercedes Barcha y sus hijos, Rodrigo y Gonzalo García Barcha; prosiguieron el evento con una guardia en torno al último rastro físico del escritor. En el lugar retumbaron por cinco minutos los aplausos de los seguidores del Nobel, que se pusieron de pie ante su familia. A sus espaldas, en lo alto, estaba la sonrisa inmortal de Gabo, con una gota de su mar de palabras.

“La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”, se leía, tal como en la primera página de su autobiografía, Vivir para contarla.
Esa sería la primera de una serie de guardias que culminó a las 8:40 de la noche, con el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, y el de México, Enrique Peña Nieto.
Santos llegó “con el corazón adolorido y el alma agradecida, para decir adiós en representación de más de 47 millones de colombianos”. Eso dijo entre un jardín de girasoles, margaritas y rosas amarillas, sembrado en medio del lobby.

Antes, la multitud que formó desde temprano el tren humano de condolencias, y que serpenteaba por varias cuadras, vio una corona de flores con la leyenda: “De Fidel Castro Ruz al amigo entrañable”. Se encontraban allí varios colombianos, como Doris Márquez de Duzán.

La barranquillera de 70 años armó una parranda improvisada a las afueras del Palacio de Bellas Artes a las 6 p.m., un poco contrariada porque la hicieron pasar rápido frente a las cenizas del Nobel. “Usted no había nacido cuando yo empecé a leer a Gabo”, le dijo a los guardias que le pidieron que circulara con prontitud. Afuera se encontró con el mexicano Antonio García, que hacía sonar los versos de una canción del también mexicano Óscar Chávez desde un iPod incrustado entre dos parlantes. “Mariposas amarillas que vuelan liberadas”, se escuchaba en uno de los himnos que este país le ha dedicado al cataquero. Doris lo bailaba y gritaba en la mitad de la calle. “Así era como él quería su entierro, no con todo el mundo vestido de negro. Él tenía alegre su alma”. Terminó lanzando “vivas” a Colombia y a Macondo, y bailando con transeúntes como Toby Campeón, un dramaturgo de Santa Bárbara, California. “Era un alquimista, un verdadero mago que supo derrumbar la pared que separa lo invisible de lo visible. Lo tengo en un pedestal al lado de Shakespeare y Cervantes”, dijo él, antes de volver a intentar seguirle el paso a Doris.

“Macondo ya es parte de la cultura popular. Algo que solo había logrado Cervantes con el Quijote”, dijo en su momento al micrófono Rafael Tovar, ya en la noche. El presidente Peña Nieto, el último en hablar, también equiparó a Gabo con el máximo referente de la lengua española, y lo describió como “el más grande novelista de América Latina de todos los tiempos”. Ese, que murió un jueves santo, en medio de una luna roja y un temblor de terror.

Tal como lo demuestra una señora de 70 años armando una parranda a las afueras de un funeral, el mandatario del país azteca destacó que el escritor evidenciara con sus letras que “la ficción y la realidad son inseparables en los seres humanos y en nuestra América Latina, por la que luchó con ideas”. Celebró que haya “descifrado la esencia de nuestra América”, y que consiguiera proyectarla al mundo”. “Colocó a la literatura latinoamericana a la vanguardia de la literatura mundial (…) Es un orgullo para México que nuestro país fuera el segundo hogar de García Márquez. Con nosotros vivió por cinco décadas”.

Antes de dirigirse hacia la urna, Peña Nieto resumió un sentimiento que tuvieron en común todos los que se acercaron al homenaje final de Gabo, ya fuera vestidos con traje o en la fila, con una camiseta de la Selección Colombia: “ha partido un grande, pero se queda con nosotros su obra. Lo quisimos y lo habremos de querer siempre. Santos también lo dijo, a su manera: “el más grande de los colombianos vivirá para siempre en las esperanzas de la humanidad. ¡Gloria eterna a quien más gloria nos ha dado!”. A la salida, el cielo nocturno de Ciudad de México fue invadido de miles de mariposas amarillas. Tal como las imaginadas por García Márquez, pero de papel. Brillaban con los flashes de cientos de cámaras y iPhones, y el amarillo se tornaba dorado. El Olimpo estaba regando oro desde las nubes, para darle la bienvenida a un nuevo dios. El de las letras latinas.

La despedida fue una fiesta, con constantes fluctuaciones entre la melancolía y la euforia. Entre los primeros en realizar guardias a los restos de Gabo estuvieron su asistente personal, Genovevo Quiroz; su hermano Jaime García Márquez; políticos locales, como Porfirio Muñoz Ledo, y el director de su Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, Jaime Abello Banfi.

También llegaron Roberto Pombo, director del diario El Tiempo; el ministro de Justicia, Alfonso Gómez Méndez; el escritor William Ospina, el actor Salvo Basile. Todos con la gravedad que ameritaba el caso. Poco a poco, la urna fue cubierta de flores.

Era de esperarse que la solemnidad en la despedida al escritor de Cien años de soledad fuera frágil, y se reventó a las 5:30. A esa hora hicieron guardia unos señores que además de sacos negros llevaban sombrero vueltiao, tenían cara de guajiros y hacían ver la urna como algo más, como la caja de whisky más elegante de todos los tiempos.

Le arrebataron al director de la orquesta la batuta de la conmemoración, y se pusieron a cantar una selección de los vallenatos preferidos del Nobel, escogida por sus hijos.

Luego de sonar en la alfombra roja, salieron a seguir la parranda en la calle. A las 7:15 seguían llegando lectores, con más y más ramos de flores amarillas, que nunca, ni con los TLC, se habían cotizado tanto. Los músicos también siguieron exprimiendo el acordeón, atacando la caja, incluso cuando empezó a llover. Daban la impresión de que nada podría detenerlos en su misión: hacer un brindis universal, servir un trago de la magia infinita de esa figura mítica que no es de ningún lugar, sino de todos.

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