Y cada mañana, el amor
Cuando se trata del amor, esa sustancia hecha de carne y de tiempo, uno divaga. Vacilamos ejerciéndolo y, con mayor razón, pensándolo, tratando de explicarlo con palabras. Es normal extraviarse, confundirse, caer presa del pánico, querer morir, querer matar (cuando hay algo que hace que uno quiera ser una víctima o un verdugo, la cosa no debe ser tan sublime, ni tan pura, ni tan esencialmente buena). Sin embargo, hacia el final de la vida, algunos privilegiados tienen al fin la oportunidad, liberados de la razón y de la esperanza, de entender lo que en verdad significa este misterioso sentimiento.
Hace poco más de un año, murió en la pequeña ciudad de Shreveport, Luisiana, la señora Billie Mae Travis. Desde entonces, su marido de 88 años, George, va todas las mañanas al mismo restaurante y desayuna junto a una fotografía de su ‘chica’, como suele llamarla, colocada en el lugar que ella ocupaba cuando aún vivía. Este ritual, que a simple vista parece el resultado de la tristeza senil de un hombre octogenario que se ha quedado solo, quizás sea el sereno desenlace de una historia de dos personas que se amaron durante más de medio siglo sin tener la menor idea de qué era en verdad lo que sentían, arrojados desde el comienzo a la borrasca de la pasión, la inseguridad, los celos, la costumbre, la duda, el desencanto y, finalmente, la resignación y la quietud. Creo que la muerte de la señora Travis le otorgó al buen George, su viudo fiel, el regalo definitivo del amor: la seguridad absoluta de que ella es por fin suya, gracias a la memoria; ahora que su esposa ha muerto él puede recordarla, volver a construirla de cero en su mente antigua, dejar de lado sus defectos, enfatizar los rasgos que le gustan, evocar solo las palabras convenientes, tocarla de nuevo sin la torpeza de las urgencias juveniles y detenerse por horas en un tramo preciso de su cuerpo, en una hendidura, en un gesto que, en vida, desaparecía en un segundo.
“Nuestras son las mujeres que nos dejaron, ya no sujetos a la víspera, que es zozobra, y a las alarmas y terrores de la esperanza. No hay otros paraísos que los paraísos perdidos”. Creo que estas palabras de Borges (siempre el anciano ciego) describen con exactitud lo que debe sentir George Travis, el sonriente viudo sureño, cada mañana en el desayuno frente al retrato de su mujer; creo que la pérdida es la posesión suprema.
Uno suele confundir al amor con los temblores y con las lágrimas y con los cosquilleos; uno suele creer que se ha explicado en un segundo lo que en toda una vida es imposible de explicar; uno suele querer ser Romeo o Florentino Ariza o Beatriz Portinari o Emma Bovary; uno se sumerge en el peligro con la esperanza de ser, de alguna manera, dignificado por el dolor que sabe que le va a causar la persona amada; uno divaga.
Dentro de pocos minutos, yo mismo pensaré brevemente en George Travis y en su sereno amor, revelado al fin gracias a la muerte y a los recuerdos, mientras intento asumir mi propia incertidumbre en los cálidos brazos de Jullieth.
Jorgei13@hotmail.com
@desdeelfrio
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