Una pésima idea
El gobierno de Álvaro Uribe, que tuvo muchas cosas buenas, tuvo una muy mala: la reelección. Nunca estuve de acuerdo con esa idea. Modificar la Constitución es demasiado delicado para hacerlo a título personal, por popular que sea su beneficiario. Para empezar, se alteró el equilibrio de poderes, pues las demás ramas del poder no se ajustaron de manera complementaria a los ocho años que podría durar el Ejecutivo. Se concentró mucho poder en cabeza del presidente y, por extensión, en los funcionarios que dependen de él. A quien quisiera ocupar un cargo de elección popular le convenía arrimarse a la sombrilla presidencial. Y lo más grave: la reelección de Uribe le abrió la puerta a la casi segura reelección de los futuros presidentes, quienes dedicarían los primeros cuatro años de su gobierno a acopiar apoyos —a través de lo que hoy llamamos ‘mermelada’— para poder gobernar cuatro años más. Como, en efecto, sucedió.
Introducir la reelección presidencial sin tocar el resto de la estructura del Estado es como cambiar el motor de un carro común y corriente por el de un Fórmula 1. El carro ahora es mucho más veloz, pero sus otros sistemas —frenos, llantas, suspensión, etc.— no están adaptados a la nueva potencia de la máquina. Acaban desgastándose prematuramente y ponen en riesgo la estabilidad del vehículo y la seguridad de los pasajeros.
Pero al menos cuando Uribe modificó la Constitución estaba respaldado por una popularidad sin precedentes. ¿Cómo puede ser —me preguntó alguien esta semana— que un mandatario impopular como Santos pueda sacar adelante polémicas reformas constitucionales, crear un sistema paralelo de justicia y otorgar beneficios a la guerrilla con los que la mayoría de la población está en desacuerdo? La respuesta —le dije— es que la reelección, que para muchos parecía una buena idea en 2006, resultó ser una pésima idea en el largo plazo.
Se le devolvió a sus creadores como un búmeran. El poder que tenía Uribe en 2010 era tan amplio que le sirvió para escoger a quién transferirle el bastón de mando. Y ese bastón, con un radio de influencia que alcanza el Congreso y las Cortes, le ha permitido al elegido, Juan Manuel Santos, gobernar sin control político y en contravía de la mayoría de la opinión pública. (Por fortuna, Santos usó su poder para enmendar la enmienda, como un mago que usa su varita para desaparecer la varita, y hoy ya no hay reelección presidencial. Aunque antes se reeligió él).
Le lección que nos debería quedar de todo esto es que no hay causa, por atractiva que parezca (la paz hoy, la reelección de Uribe en su momento), que justifique modificar alegremente la Constitución. Eso es dejar que el fin justifique los medios, una resbaladiza pendiente moral. Dichas alteraciones deben hacerse en consenso, con prudencia y con reverencial respeto a la Ley de las Consecuencias No Intencionadas, que es tan implacable como la ley de la gravedad o la de Murphy. Pues lo que nos condujo a la complicada situación actual fue haberle metido mano a la Carta Magna sin el rigor adecuado y sin considerar las consecuencias imprevistas que se desprenderían de ello, que usualmente solo pueden apreciarse años después.
Y lo grave es que estamos a punto de volverlo a hacer.
@tways / ca@thierryw.net
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