El Heraldo

Tres tristes trabajadores

El sábado 24 de mayo, catorce horas antes de iniciarse la jornada electoral en el país y habiendo sido testigo de un diálogo entre tres tristes trabajadores campesinos, casi tuve la certeza de que el ganador sería Óscar Iván Zuluaga. Transcurría ese momento, privilegio que gozamos quienes vivimos cerca del mar, en que el círculo de fuego altanero e implacable que gobierna nuestros días, entra al agua mansamente produciendo una amalgama de matices. A esa hora del sábado cualquier obrero de construcción estaría con su cuadrilla bebiéndose una cerveza en una esquina de la urbe, pero tratándose de obreros campesinos, quizá ya se habrían bebido algo más de una docena y conseguido establecer una profunda conexión con los milagros naturales. Estábamos en una zona del departamento del Atlántico en la que nunca ocurre nada: nada bueno, nada malo. Un minúsculo pueblillo que no supo de guerrillas, de paramilitares ni de secuestros, pero tampoco de progreso, de buenos servicios públicos o educación de calidad. Un tranquilo y pintoresco asentamiento donde la gente se derrite bajo el sol, se resigna a perder los dientes desde la temprana juventud y a morirse sin remedio (o sin remedios). En el transcurso de la tarde la tranquilidad del pueblo había sido interrumpida por la ruidosa agitación que, desde una remota Lisboa, producía en los lugareños la final de la liga de campeones; entretanto, ajenos a ese bullicio, y por pura obligación de subsistir, los tres tristes trabajadores continuaban atareados bajo el sol canicular. Poco tiempo después, ya guardándose las aves, soltaron las herramientas, se acicalaron un poco, y en medio de esa alegría un tanto lúgubre que asalta a la clase obrera cuando acaba su jornada, comenzaron a planear lo que sería su papel, al día siguiente, como electores del futuro presidente de Colombia. Un evento tan lejano y tan cercano para ellos, como lo fuera Lisboa para cualquier colombiano aquella tarde de futbol. En honor a la verdad debo decir que no nombraron al candidato en quien depositarían su voto de confianza, pero sí los escuché tratándose de explicar la idea que respaldarían en las urnas. Y cuando digo la “idea”, no es que ellos utilizaran dicha palabra; de manera muy ingenua se alentaban a esforzarse a madrugar –en un pueblo en el que nunca pasa nada, exceptuando los jolgorios que improvisan los políticos en época preelectoral– para ir a defender la seguridad democrática. Entonces tuve el convencimiento que la palabra endosada al anónimo candidato caló desde tiempo atrás en la conciencia del pueblo, y para quedarse. Está arraigada en esa masa que desprovista totalmente de seguridad social, eligió abrazar, a ciegas, la causa del uribismo.

Pero dicen que “La voz del pueblo es la voz de Dios”, y de preservar la voz divina se encargaron nuevamente los abstencionistas. El 60 por ciento de electores pusilánimes que cedieron a otras manos la suerte de este país, y que, nos guste o no, se diferencian de los seguidores del Centro Democrático en la forma de asumir el mayor compromiso que le corresponde a un ciudadano. Y no se entrevé salida.

berthicaramos@gmail.com

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