Riqueza y patrimonio
En algún momento de la discusión sobre la reforma tributaria que nos va a traer este año el Niño Dios, se cambió el nombre del impuesto al patrimonio por el de “impuesto a la riqueza”. Sin embargo, la naturaleza del gravamen no ha cambiado: se sigue calculando sobre el patrimonio líquido de los contribuyentes. ¿Por qué, entonces, estamos haciendo ese cambio, que es puramente nominal?
La respuesta está, me parece, en las connotaciones de las palabras. Etimológicamente, la palabra ‘patrimonio’ es la riqueza heredada del padre –el pater–. En el imaginario colectivo, está conectada con la tierra, la familia, la nobleza de los lazos de sangre. La usamos para designar cosas que nos parecen valiosas: el patrimonio cultural de los pueblos, el patrimonio ancestral de los indígenas, el patrimonio natural de los países, los patrimonios intangibles de la humanidad. Se habla de patrimonio musical, arquitectónico, lingüístico, incluso genético. En las sociedades patriarcales –palabra con la que comparte la raíz latina– el patrimonio es a la vez virtud y tesoro.
La ‘riqueza’ es distinta. Para la izquierda radical y para muchos en la derecha fundamentalista, es una sustancia oscura y despreciable. Su origen siempre está sujeto a dudas; más en Colombia, donde han proliferado los mecanismos ilegales para obtenerla. Quienes la poseen son culpables hasta que se demuestre lo contrario (y aun después). Ha sido la enemiga común de los demagogos y las guerrillas del continente, que en 60 años de lucha no han podido inventarse un programa político más profundo que el de realizar, por las armas o por el poder, aquel ideal poético del siglo XIX: “espantar a los burgueses”.
Por eso, y puesto que los impuestos siempre son impopulares, el gobierno prefiere ahora gravar la ‘riqueza’ que el ‘patrimonio’. Si para hacer tortillas hay que romper huevos, mejor que el batazo lo reciba la ingle del desalmado burgués que la del venerado paterfamilias.
Pero, por supuesto, las dos palabras son equivalentes: hasta el economista francés Thomas Piketty, en quien se apoyan quienes defienden estos tributos, utiliza de manera intercambiable en sus textos los términos ‘richesse’ y ‘patrimoine’.
Lo que no quiere decir que, por cosmético e innecesario, el cambio de nombre sea inocuo. Primero, porque queda clara la deriva populista del gobierno, que está apelando al mensaje “anti-ricos” para hacer su reforma tributaria más fácil de tragar. Es lamentable que de la garganta del Ministerio de Hacienda surja un eco del populismo destructor que ha hecho desastres, no solo en la dilapidada Venezuela y en la descuadernada Argentina, sino aquí mismo, en la desnortada Bogotá.
Lo segundo es peor. Una noción elemental de economía es que cuando se quiere menos de algo, se le grava (y, la inversa, cuando se quiere más de algo se le subsidia). Gravar la riqueza –o el patrimonio, es igual– es contar con menos riqueza en el futuro. Y eso es grave para un país pobre como Colombia, pues, según el diccionario que consulté varias veces para escribir esta columna, a pesar de los esfuerzos de quienes creen que cambiando el vocabulario se puede cambiar la realidad, lo contrario de la pobreza sigue siendo esa sustancia despreciada, la riqueza.
@tways / ca@thierryw.net
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