El Heraldo

Que patatín, que patatán...

De aquí yo quiero ser,/de este lugar que muerdo con mis ojos,/con este ser hambriento que me nutre./Aquí quiero vivir aunque no pueda,/aunque me pongan cáscaras encima,/aunque me muestren siempre una casa llorando,/aunque me digan “¡vete!” con filos en la lengua y en los ojos...” Bien podría Jaculatoria corporal, poema de Héctor Rojas Herazo, ser la voz del hombre despojado. Del hombre que reclama la pertenencia a un lugar que ama, pero que empieza a sentir como un espacio con el que no se identifica, un escenario excluyente que genera desarraigo y lo conduce a la añoranza de lo que antes era propio. La desaparición de esa ciudad anclada al imaginario donde el barrio era una prolongación de la familia, y las costumbres una masa heterogénea vivamente entrelazada en la cultura, el lenguaje, la diversión y alimentación, produce angustia. Pero, no hay alternativa. Aquella noción bucólica de la ciudad inicial va quedando reducida a una estampa desteñida, y el sistema, más el tiempo inexorable, exigen la integración a una urbe diferente que, por extraña, resulta amenazadora. 

Tal es el caso de Barranquilla, que pretende estucar la idea de ser una aldea dispersa bajo el sol canicular, para llamarse ciudad. Una ciudad empeñada en recobrar el nombre de Puerta de Oro de Colombia volviendo a mirar el río como polo de desarrollo, y que contempla a futuro un atrayente proyecto de Ciudad-Región junto a Cartagena y Santa Marta. Una ciudad del Caribe a la que describen de manera sorprendente últimamente: que está entre las 10 ciudades del futuro, que tiene el perfil de las 600 ciudades que impulsarán el crecimiento global, que será motor del PIB de Colombia, que tiene excelentes indicadores de bienestar social, que es la más feliz del país, que comienza a tener visos de gran urbe y que patatín, que patatán. Mucha teoría esperanzadora, mucho propósito de atraer inversionistas, mucho Plan de Desarrollo Distrital y mejoramiento de la conectividad, mucha visión empresarial y de clusters competitivos, pero acá, en el corazón de las tinieblas, las cosas no parecieran seguirle el paso a los rimbombantes titulares. Porque el desarrollo real de una ciudad no proviene únicamente de las obras que exige el sistema capitalista o la insaciable voracidad de los contratistas, sino fundamentalmente de la calidad de vida que pudieran tener sus habitantes. ¿Y dónde se hace evidente esa cualidad urbana? Sin duda que es en el uso o el abuso de lo público; y, con darse una vueltita por cualquiera de los sitios que suponen el patrimonio ciudadano, la presunción de gran urbe se va al piso, igual que se van las hojas de los robles. Con la misma complacencia de autoridades y ciudadanos con que avanzó la degradación del Centro Histórico hasta las calles 72, 76, 79 y 84, los vendedores estacionarios invaden el espacio público; para la muestra el bulevar de Villa Country y cualquiera de las esquinas que cruzamos diariamente. Entretanto, el gobierno distrital habla de ciudad inteligente, de ciudad verde y sostenible, de renovación urbana, de que las obras traen progreso y que patatín, y que patatán.

berthicaramos@gmail.com

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