El Heraldo

Naufragio en la pecera

Cada vez que alguien, en cualquier lugar del país, piensa, dice o grita, “¡es que aquí no hay autoridad!”, emite el eco desesperado e impotente de un intento de protesta, queja o justificación ante cualquier afectación. Estas reacciones son el reflejo de la falta de un Estado que regule y proteja al ciudadano de las vulnerabilidades que genera el sistema en que vivimos. Lo terrible es que más de uno esperaría que un “algo mágico” escuchara para que resuelva. Pero nadie se pregunta si el tal “algo” debería venir de su fuero interno. Eso nos convierte en la zona más virtuosa de confort: que me solucionen todo porque ni soy el problema, ni formo parte de él y tampoco lo he causado. Ese “algo mágico” sí se puede crear y construir con el fortalecimiento de una verdadera democracia representativa, pero mejorando el componente de la participación ciudadana, hoy gran ausente por una abstención cargada de indolencia e indiferencia. El voto obligatorio era un primer paso, casi didáctico, que lo hacía posible.

El hundimiento en el Congreso del artículo 28 sobre el voto obligatorio el pasado miércoles fue el naufragio de una gran oportunidad de transformación política que nuestro país pudo llegar a tener. Al Congreso le quedó grande el futuro y en vez de ver el horizonte sobre el mar, se convirtió en una turbia pecera en la que se ahogó esta iniciativa tan necesaria para darle robustez y transparencia a nuestra democracia. El voto obligatorio era parte del proyecto de acto legislativo de Equilibrio de Poderes y una de las mejores herramientas formativas que podíamos tener para construir país.

Estoy de acuerdo con que la palabra “obligatorio”, aplicada al voto, es chocante, ruidosa, áspera y resulta incómoda de manera natural. A nadie le gusta hacer algo obligado, pero en realidad son muchas más las cosas que hacemos así sin que nos moleste hacerlo. Lo “obligatorio” tiene muchas facetas. Una madre está “obligada” a darle de comer a su recién nacido porque, de no hacerlo, moriría de inanición y entonces no tendría sentido la maternidad. ¿Debería ella sentirse mal, incómoda o forzada a amamantar a su bebé? No se trata de darle un biberón. Hay obligaciones que pueden resultar incluso placenteras y memorables, solo es cuestión de cómo se miren. Lograr un balance entre derechos, deberes y obligaciones permite un sano equilibrio, pero la tendencia es a preferir una balanza que se incline más hacia los derechos y privilegios, algo típico  de sociedades inmaduras. Cuando se rompe ese necesario balance, o peor, cuando no se tiene, se generan vacíos que hacen débil al sistema y se llenan con inconformidad, descontento, frustración y fuerzas negativas que deterioran el ecosistema social.

Votar es, por excelencia, el mecanismo que define y potencia a una democracia. En una como la nuestra se necesita más que un empujón para que votemos. No estamos culturalmente preparados para manejar opciones, y votar es opcional. Es una de las explicaciones de nuestro subdesarrollo. Si los mismos congresistas no comprendieron el alcance de esa iniciativa, todavía queda la oportunidad de obligarnos a pensar qué clase de futuro estamos construyendo con las decisiones del presente.

oswaldloewy@aol.com

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