Matrimonio
En muchos círculos (como el de los intelectuales liberales y algunos feminismos), el matrimonio tiene una fama atroz (y justificada). Durante muchos años fue un sutil y no tan sutil arreglo económico o un requisito ineludible para existir en sociedad. Había tantas razones para casarse –desde el pecado hasta querer perpetuar el apellido– que casi que la razón más superflua era el amor. Por otro lado, tradicionalmente las mujeres hemos llevado las de perder pues, desde tener funciones innegociables de reproducción y limpieza de la casa, hasta las historias de horror del maltrato doméstico, el matrimonio no fue tan bonito como se lo pintaron a nuestras abuelas, y bisabuelas y tatarabuelas y así. Hasta 1997, había una pena menor para el marido que ejerciera violencia sexual contra su esposa y antes ni siquiera había pena. Es decir, hasta hace poco, el contrato matrimonial le daba derechos de acceso carnal, como un “consentimiento previo” a los maridos sobre nuestros cuerpos, prácticamente un contrato de esclavitud. Horror.
Pero a pesar de todas estas cosas la gente se sigue casando. Yo, por ejemplo, me caso hoy. Eso me obliga a pensar en por qué y para qué hacerlo, y en quiénes no pueden hacerlo (¡matrimonio igualitario YA!), quiénes están obligados a hacerlo (niñas en matrimonios forzados), y quienes, como yo, podemos elegir. Tengo la suerte de vivir en un tiempo y en un muy específico contexto en que el matrimonio puede resultar absolutamente innecesario, y puedo olvidarme de todos los motivos ulteriores, y elegir casarme por amor. Puedo además elegir hacerlo en mis términos, eligiendo también lo que me gusta y lo que no, porque aunque la institución del matrimonio oculte tanta violencia, también mantiene cosas muy bellas, como la declaración pública de que la vida se puede pensar desde dos, dos que son iguales, añadiría yo.
Para amar no se necesita un matrimonio, un papel firmado o un compromiso público. Pero el matrimonio, además de ser una unión que da derechos ante el Estado, como todos los rituales, es una suerte de alquimia (un cambio en el lenguaje que de hecho cambia la naturaleza de las cosas). Cuando nos casamos, el notario (o mago) dijo un conjuro, y luego juntó unos ingredientes para su pócima: nuestras actas de nacimiento, el pago de sus servicios, nuestras firmas cómo símbolo de identidad. Con sus palabras nos declaró algo, y entonces fuimos eso. Pura y absoluta brujería. ¿Qué cambios ocurren cuando alteramos el ritual?
Quizás el amor es algo irremediable, pero la manera en que elegimos amar y mostrar y compartir ese amor es siempre una elección y por lo tanto un manifiesto político. Como dice Sartre, imaginándonos a nosotros mismos imaginamos la humanidad. Cada generación ha contado la historia de su tiempo en esas celebraciones de acontecimientos que son intemporales y universales como enamorarse, pero que a la vez son tan particulares, personales e irrepetibles. ¿Puede el matrimonio ser algo diferente a un contrato viejo, patriarcal, camandulero, represivo y heteronormado? ¿Podemos tener relaciones que a la vez sean libres y comprometidas, en donde podamos crecer en paralelo y crecer juntos, y –sin importar el género– ser realmente iguales? ¿Puede dejar de ser una sentencia y convertirse en una esperanza? Tenemos que inventárnoslo, de amor en amor, de ritual en ritual.
@Catalinapordios
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