Matar a un ruiseñor
Aparte de la buena noticia de la nominación de Hillary Clinton a la presidencia de EEUU, el corazón, no deja de resentírseme cada mañana con la ola de terror que arrasa al mundo y especialmente a Europa. Entre tanto odio desatado, en mi Barranquilla, remanso de paz, me robaron anteayer el ánimo: EL HERALDO publicaba el cierre temporal de nuestro Teatro Amira de la Rosa.
Mi querido teatro, que ha simbolizado esos toques de energía que necesita el corazón. El alimento, la expansión de mi espíritu, mi alegría de vivir cuando –todavía en obra negra–, acudía con el amor de mi vida, a ver y disfrutar, sentados en sus gradas de cemento armado, cuya dureza olvidábamos al conjuro de la voz de Fanny Mickey interpretando la “Madre coraje” y “Los Fusiles de la Señora Carrar”, –nunca Bertold Brecht se habría sentido más satisfecho de la interpretación de sus obras–. Y de aquel público que acudía ilusionado, testimoniando con nuestra asistencia, la necesidad de acabar de hacer realidad el teatro en construcción que parecía interminable, entonces, el sueño inacabado de la Sociedad de Mejoras Públicas, a cuyos integrantes habrá que agradecerles siempre su iniciativa cultural, que a partir del gobierno de Turbay, hemos podido disfrutar y mostrar como enseña y receptor de nuestros valores más entrañables, el ícono imprescindible en toda ciudad humanamente culta con proyección nacional.
Esta mañana, con la noticia de su cierre, no puedo evitar mi escepticismo, aunque quiero pensar que la desidia de la que ha sido víctima y de la que todos somos culpables, no se mantenga en su remodelación. Sería muy triste, como si estuviéramos matando el ruiseñor de nuestros sueños más queridos.
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