En el último verano, la fachada del hotel París, en Madrid –una especie de Atenas donde se reunían la Generación del 98 y el Modernismo de finales del siglo XIX y principios del XX, y donde se hospedó Rubén Darío durante la celebración del IV Centenario del Descubrimiento de América–, ahora ya un cascarón para convertirlo en algún centro comercial (la solución misericorde que los tiempos modernos dan a todos los edificios emblemáticos antiguos), o quién sabe. Desde esos balcones sobre la Puerta del Sol, impulsivo, arrebatado en amores patrios –su América y su España–, Rubén Darío gritó: “Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda (...), espíritus fraternos, luminosas almas, ¡salve!”

Esas almas luminosas han estado reunidas en la reciente Cumbre de las Américas en Panamá. En un momento en que la crisis mundial planea sobre nuestro continente. Cuando internacionalmente se nos reclama amainar las hirientes desigualdades. Aunque, esta cumbre en un ambiente de reconsideraciones y retirada de exabruptos, sobresalga más por la foto del abrazo entre Raúl Castro y Obama, no olvidemos la receta que extiende la mayoría de los líderes asistentes: el capital humano, que solo se consigue con la educación. Ella será el motor que nos saque del laberinto y nos impulse a la colaboración común. Nuestra unión será nuestra fuerza y la garantía de un próspero futuro. Por lo pronto, cuando cierro esta columna, Obama aprueba excluir a Cuba de la lista terroristas. Me uno a la desmesura de nuestro Rubén Darío: “Únanse, brillen, secúndense tantos vigores dispersos, formen todos un solo haz de energía ecuménica y así será esperanza la visión permanente entre nosotros”.