Los puentes de Madison
Rebusco entre las películas de mi estante. Leo en la carátula de una de ellas: “Absténgase de verla si tiene miedo a que el cine le remueva sentimientos”. Personalmente, nunca he tenido miedo a los revolutus del corazón. Los sentimientos son la sal de la vida. Prendo la película: la historia de un ama de casa, italiana, casada con un norteamericano. El matrimonio ya ha tirado la toalla del romanticismo, en un pueblo uniforme, perdido y aburrido de la geografía norteamericana. Cuatro días de ausencia del esposo y los hijos, durante los que llega un fotógrafo de National Geographic y le pregunta una dirección. Y surge una historia de amor. Imagínense al ama de casa, Meryl Streep, y a Clint Eastwood, el fotógrafo.
Los puentes de Madison: una historia de amor que una madre les deja a sus hijos en su diario, como testamento y como prueba de su sacrificio por ellos cargado con la nostalgia de lo que pudo ser y no fue, en aras de su responsabilidad cuando durante cuatro días vivió una aventura intensamente.
La fuerza de la atracción que llena la pantalla en un gran primer plano, su mano en el picaporte de la portezuela del carro junto a su marido dispuesta a salir tras la imagen que afuera la espera: el amante desgarbado, empapado bajo la lluvia, que la está esperando con una sonrisa. Pero ella se contiene. El semáforo cambia. El coche arranca. Nunca más volverán a verse.
La vida juguetona nos tiene a su merced. En el amor y ¿en qué no? Pero siempre hay que dar gracias por vivir. La intensidad de los sentimientos nos atraviesa la existencia. Un minuto. Una ráfaga de aire. Un encuentro. Un instante nos marca el resto de nuestras vidas.
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