Los cerebros
No deja de ser curioso que en el cerebro, esa masa inconsistente que posee miles de millones de neuronas, sucedan tantos fenómenos. Que en esa materia perecedera capaz de procesar información y dominar las funciones corporales ocurran primeramente todos los actos en forma de ideas o maquinaciones. No deja de ser extraño que ese flan energizado protegido por el cráneo lleve a cabo funciones tan espinosas como la memoria, el pensamiento, las emociones y el lenguaje, y que tal mezcolanza funcional dé lugar a la conciencia donde se construyen, entre otras cosas, conceptos tan relativos como el bien y el mal. Sin embargo, y a pesar de que el pensamiento contemporáneo gira en torno al relativismo cultural, es a partir de cierta lectura del bien y el mal que en la experiencia comunitaria es posible diferenciar entre lo bueno y lo malo, considerados como prácticas que proporcionan o no bienestar a la sociedad. Y es claro que esa lectura, que en principio es individual, debe coincidir de alguna manera con lineamientos colectivos, porque todo se origina en las honduras cerebrales pero se ejecuta en la vida real.
Pero, ¿qué ocurre cuando una sociedad toma por costumbre individualizar únicamente las buenas ideas del cerebro? Sus generadores son considerados bienhechores, adalides que con nombres y apellidos toman lugares destacados en la sociedad; entre tanto, quienes fraguan la violación del bienestar comunitario no son particularizados, y se atrincheran en el anonimato como si formaran parte de una secta de intocables que arrasa implacablemente con todo lo que su ética les permite. Desde ahí llevan a cabo sus maniobras amparados por esa especie de maldición que se llama impunidad, propia de países como el nuestro, donde prevalecen la corrupción, la impotencia del sistema de justicia y la ilegalidad.
Son los cerebros que orquestaron en Colombia delitos que han quedado impunes. Los grandes conspiradores, los generadores de violencia. Los que ordenaron magnicidios, los que trazaron la suerte de periodistas y políticos, los que idearon ejecuciones extrajudiciales e interceptaciones ilegales. Los cerebros tras la muerte del general Uribe Uribe, de Jorge Eliécer Gaitán, Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro, Bernardo Jaramillo, Jaime Garzón, Jaime Pardo Leal y Álvaro Gómez. Los cerebros tras los desfalcos millonarios al Estado, las cabezas que han movido las maquinarias de elección y reelección. Y ellos no han operado desde el monte, sino desde las entrañas mismas del sistema democrático.
Por eso resultan inquietantes las recientes declaraciones del general Jorge E. Mora: “Si logramos ese paso de las armas a la política quiere decir que las Farc se incorporan al sistema democrático colombiano que antes combatían, y si es así, bienvenidos a la sociedad colombiana, y bienvenidos a la vida política colombiana”. Sabemos que es un gran reto y no solo para las Farc, porque la paz no será duradera mientras los cerebros gestores de los terribles sucesos que conforman el repertorio de grandes procesos judiciales irresueltos permanezcan sin castigo. Como dice el refrán: “la culebra se mata por la cabeza”.
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