El Heraldo

Llenos de mendigos

En sus miradas lejanas se pierde el infinito, en su silencio sagrado se esconden los recuerdos dispersos de la alteración mental, en sus huesos frágiles se entiende el mensaje de los muertos que se aproxima siniestro para devorarlos, en ese deambular por cambuches y basureros sepultan las esperanzas de la supervivencia por las cuales luchan a diario entre la limosna, el hambre y la indiferencia de todos. Son transeúntes de la vida, escombros del rito social que los abandonó cuando debió protegerlos.

Los hay de todas las edades, colores y razas. Y suponemos que vienen de todos los ritos, de todos los campos y llanuras, de las planicies asoladas por los calores y las cumbres ermitañas de las nieves. Vienen de todas partes y de ninguna. Llegan sin saber adónde, en sus desvíos de mente que no los encuadra en ningún tiempo ni en ningún sitio. Son los pasajeros de la desesperanza y del olvido. La mayoría son del interior del país que llegan, como hace un poco más de veinte años en camiones sin dueño que los dejaban tirados con un tamal de arroz en la mano entre Galapa y Baranoa, a la medianoche o en las madrugadas.

Lo comprobamos en aquel entonces personalmente cuando viniendo bien entrada la noche de una finca, sobre La Cordialidad, presenciamos impávidos con dos compañeros de viaje el desembarco de los desgraciados.

A alguno de ellos les preguntamos mientras que el camión huía despavorido a esconder su vergüenza, quiénes eran ellos y de dónde venían. Alguno, en su extravío, contestó que de Bogotá. Otro, más cuerdo pero más burlón, que de cualquier parte donde vivía el demonio. Al día siguiente muy temprano llamamos por teléfono al Alcalde de turno y como no quiso pasarnos al aparato a pesar de nuestra insistencia le dejamos la razón con detalles.

Nunca supimos qué hizo ni qué sucedió, escribimos una columna aquí mismo como la de hoy y como muchas cosas en esta Colombia de Subuso el detalle de los mendigos pasó al olvido.

Hoy se repite la historia. Con un grupo de alumnos hombres de alguna universidad generosa que permitió la encuesta se recorrió la ciudad y de los cuarenta y siete entrevistados cuarenta quiso contestar o pudo, porque el hambre les permitió el desfogue.

De esos cuarenta, unos siete se reconocieron de pueblos del Atlántico y del Magdalena que llegaron aquí a pie o en burro escapando de sus miserias. El resto contestó que venía de diferentes regiones y ciudades, especialmente de Cundinamarca, el acento los delataba y que, habían llegado en camiones, que rico, que corrían más que las gacelas o los perros del camino.

Les entregamos a las autoridades del Distrito esta inquietud porque es un tema de penosa salud pública. Porque sabemos de la sensibilidad social del actual Gobierno Distrital, porque conocemos de que a pesar de la falta de presupuesto para acometer múltiples desequilibrios socio-económicos, buscan la forma de atender las necesidades públicas.

Es una tristeza que la ciudad se nos está llenando de mendigos, muchos de ellos ya entrando en los infiernos de la locura, otros llevando sobre sus hombros las desgracias de la violencia en sus hogares, de los crímenes a sus familias, de los desplazamientos por los grupos armados. Qué dolor tener que escribir una columna como esta, pero era nuestra obligación la denuncia.

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