Las sonrisas
En plena segunda mitad del siglo XX era común, en el sur profundo de Estados Unidos, la caza de negros. Este ‘deporte’, que no pocas veces terminaba con la muerte de la presa –a palos, en la horca o en la hoguera–, servía para que los jóvenes desfogaran sus reprimidos instintos primordiales, estimulados por la adrenalina y el whiskey de alambique. En ocasiones, los mismos representantes del Estado, que se hacían los de la vista gorda ante estas repetitivas manifestaciones de la superioridad blanca, sirvieron de risueños testigos cuando la cacería se realizaba a plena luz del día y terminaba en el linchamiento público de algún ladronzuelo, atrapado con las manos en la masa.
El más espeluznante antecedente conocido de este ejercicio macabro de la ‘justicia del pueblo’ había ocurrido 50 años antes, en Waco, Texas, donde Jesse Washington, un joven peón agrícola acusado de asesinar a su patrón, fue linchado por una turba enardecida, ante unas 10 mil personas (niños incluidos); el espectáculo no estuvo exento de algunas yapas memorables: los verdugos improvisados castraron al culpable, le cortaron los dedos y lo colgaron vivo sobre una pira; cuando el fuego se extinguió, lo que quedaba del cuerpo fue arrastrado por el pueblo y algunas de sus partes –las que no estaban tan chamuscadas– se vendieron como recuerdos de feria.
Ya cambiamos de siglo y la ira de las multitudes sigue justificándose en la incapacidad de las instituciones. Esta semana la prensa nacional registró, no sin cierta indiferencia, la muerte a patadas de un menor de edad, atrapado por los vecinos de un populoso barrio de Bogotá, cansados de la delincuencia. Ese mismo día, también en la intolerante capital del frío, presencié una escena que me recordó algunos detalles del episodio de Jesse Washington: camino al trabajo, antes de las 9 de la mañana, vi cómo los vecinos del barrio La Soledad cazaron a un habitante de la calle que había intentado robarse algo (una cartera tal vez o una empanada, da lo mismo) y luego de golpearlo entre varios, lo amarraron con una cuerda a un poste de la luz; por unos segundos parecía que lo único que faltaba era la hoguera alrededor del hombre aturdido e inerme. Un par de policías intervinieron un rato después y procedieron a desatar al delincuente, en medio de la befa de la turba que insistía en su cansancio, en su paciencia agotada, en su necesidad de ejercer la justicia a su manera, rápidamente, sin denuncias, sin papeleos, sin trámites inútiles y con la certeza de no volver a ver nunca más al desagradable sujeto por su cuadra de gente decente.
Mientras uno de los policías retiraba la cuerda del flaco torso del indigente devenido en presa, renuncié a pensar en las causas que lo habían llevado hasta ese poste de luz, atado como un animal indomable; no quise entretener mi mente imaginando su infancia desafortunada ni su vida en los callejones ni su voluntad quebrantada por el pegante que quita el hambre; preferí, en cambio, concentrarme en los rostros de los ‘justicieros’ y los repasé lentamente para que no se me olvidara nunca el talante de mis hermanos ciudadanos. Lo que observé me conmovió aún más que el gesto horrorizado del raterito hambriento, porque en las caras de la multitud prevalecían, por sobre todas las muecas posibles, las sonrisas.
Jorgei13@hotmail.com
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