El Heraldo

La puerta de madera

Cuando uno mira fotos ‘antiguas’ de Barranquilla aprecia muchas casas de madera con techos de paja. Da la impresión de ser un villorrio miserable que en nada se parece a la ciudad que hoy creemos habitar.

Pero de esa aparente pobreza inicial es de donde parte el impulso arrollador que en menos de un siglo catapulta a esta Barranquilla hacia un sueño de progreso, aunque unas décadas de somnolencia parecían presagiar pesadillas nacionales que aún no terminamos de sobrellevar.

El sueño de modernidad apresurada estaba lleno de imágenes de bocas de ceniza que abrían las posibilidades a puertas de oro anunciando esplendores demasiado posibles solo realizables de modo racional y con responsabilidad.

Hago parte de esos sueños, pues nací en plena mitad del siglo veinte, cuando la modernidad le dio a todos mis abuelos la acogida necesaria para poder desarrollar sus propios sueños de prosperidad y libertad. Venían de una Europa acechada por el odio irracional y de la guerra.

Mi madre me cuenta cómo cuando mi abuela se bajó con ella, la niña de ocho años, del barco que las traía de Alemania para reunirse con su padre, quien era albañil y que con seis meses de trabajo había logrado pagar sus pasajes y visas, este les anunció: vamos a poner un restaurante.

La esposa de un obrero alemán que solo había cocinado hasta entonces para su pequeña familia, con tan solo veintiocho años a cuestas, más el susto de nunca llegar al refugio de ese puerto seguro, le contestó: pero si yo no sé nada de eso, ¿cómo vamos a poner un restaurante?

Al albañil de treinta años tan solo le importaba que ya tenía los fondos par alquilar una casa donde vivirían los tres y que ya había comprado de esas mesas y sillas de palo que hasta hace poco aún se vendían en las esquinas.

Las pondrían en una parte de la casa para servir comida típicamente alemana a una ciudad llena de toda clase de inmigrantes que bullían del fervor de crecer y salir adelante y a una clase media deseosa de experimentar sabores nuevos. Sabores que les hicieran sentir en otras tierras.

Barranquilla hoy sueña, pero con ser Miami; eso lo sabemos todos. Y yo ya me sentía en Miami, aunque solo iba en camino al aeropuerto en un taxi. En el camino yo le decía al conductor: me siento en Miami ya, y eso que aún no he volado. Y todo porque después de pasar el despelote de la ahuecada Vía Cuarenta, entramos al corredor portuario, una flamante autopista que me sirvió de tour para recordar las empresas fundacionales de la ciudad.

Luego nos metimos por la diecisiete toda ordenadita y limpia. Y por la diecinueve, igual de buena y renovada. Así andábamos felices, charlando el taxista y yo acerca del progreso de la ciudad.

Pero tuvimos que llegar a la Calle Treinta para acceder al aeropuerto y enseguida se apareció un trancón inamovible que hizo que perdiera la emoción y aparecieran de nuevo pesadillas de vivir en un villorrio que era una puerta de madera.

El oro de mis sueños se desvaneció  con el humo del mototaxi que me tocó tomar para salvar tremendo obstáculo y llegar a tiempo a coger el avión que me llevaría al verdadero Miami.

Y desde aquí escribo, en medio de las miles de construcciones que me hacen pensar que Miami es en realidad, quien se quiere parecer a Barranquilla.

columonica@hotmail.com
 

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