El Heraldo

La pena de muerte

El general de la República Rodolfo Palomino es un oficial que enorgullece a Colombia. Su prestancia y autoridad, su templanza y su brillante carrera militar fueron el soporte para que declarara a los medios de comunicación recientemente que vería positivo que se reabriera en el país el debate sobre implantar la pena de muerte. Profundamente adolorido, porque las charreteras no impiden que el corazón se pueda estremecer, se vio horrorizado ante el asesinato de cuatro criaturitas en el departamento de Caquetá, fruto de una venganza por líos de tierras.

Ciertamente causa estupor y repugnancia semejante crimen. Se sacudió el país que ya no se sacude con nada ni se impresiona con las formas de muerte que ya llevamos más de cincuenta años introduciendo en el menú diario de nuestras angustias. Y, de verdad, quisiéramos instaurar en nuestra legislación una pena máxima para estos delitos horrendos que nos hacen recordar la mujer con la bomba atada al cuello o la iglesia llena de fieles que en los confines de Colombia unas manos asesinas hicieron volar por los aires con decenas de civiles inocentes.

Pero lamentablemente no hay cultura política ni la habrá para imponer una reforma constitucional que establezca como pena máxima la pena de muerte para la atrocidad de ciertos delitos; que es prohibida según el Artículo 11 de la Carta, concordante con los artículos 12, 17, 34, 44 y 85 de la misma y, con sentencias de la Corte Constitucional en número de 86 en los últimos 24 años, especialmente las contenidas en los expedientes formidables T-354/94, T-306/97 y T-459/99.

El principio filosófico de la prohibición de la pena de muerte, que aún no ha convencido a legisladores de otros países –por ejemplo en los Estados Unidos aún hoy la practican 16 estados–, es que desde nuestra Constitución de 1886 está presente el concepto de Derechos fundamentales, y el principal es la vida; inspirado el tema con toda propiedad en la teoría de Locke de no confundir libertad con licencia para disponer de la vida ajena cuando todos somos humanos, iguales e independientes. Esta tesis, basada en el iusnaturalismo invocado por los estoicos, se respaldó en el pensamiento de la Patrística y la Escolástica, como lo confirma el gran tratadista Jean Touchard en su Histoire des idées politiques, tomo uno, Des orígenes au XVIII siécle.Themis.

Pero, obviamente, toda esta intención viva en miles de colombianos de revivir el asunto de la pena de muerte no es otra cosa que la exigencia de una severidad pública de la justicia penal ante la atrocidad de los delitos que se están contemplando, y una impunidad ascendente que asombra a la sociedad civil, porque cada día más nos encontramos con los aberrantes casos de la retención de autores de crímenes atroces a los que les aparecen enseguida prontuarios anteriores incumplidos en sus penas, por diversas causas, negligencia de los jueces o, lo que es peor, por designios de la misma justicia. Es que la cacareada concepción errada de los derechos humanos ya penetró ámbitos de permisividad y de hacer leve lo que en esencia es grave. Con la tergiversada intención de otorgar las garantías procesales, lo que estamos haciendo es darles garantías de liviandad a los delitos graves. Este enfoque de la justicia esquiva y la impunidad están pudriendo a Colombia.

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