El Heraldo

La paz no es una paloma

La fotografía de los guerrilleros negociadores de La Habana, a bordo de un yate en un ambiente de holganza que hubiera podido ser el de cualquier grupo de turistas, no fue casual. Ni han sido casuales las polémicas sobre un pacto secreto de impunidad con la guerrilla; ni los rumores sobre el establecimiento de un régimen castro-chavista después del acuerdo de paz.

Por absurdo que parezca, ese rumor repetido una y otra vez en las redes sociales, en los medios de comunicación y en las conversaciones callejeras y domésticas acaba por encontrar oídos crédulos. No es casual que las 22 víctimas del primer grupo de La Habana hoy estén amenazadas, seguidas y hostigadas. Es la turbia lógica de todos los procesos de paz y, por tanto, no tiene por qué sorprender que hechos como estos se multipliquen. Lo absurdo e increíble sería lo contrario. No se debe olvidar que la guerra es la ruptura de todo, por una parte. Además, la guerra es el interés de muchos que de una forma u otra se lucran de ella. Para una mente sana es inconcebible que alguien quiera la guerra, pero es un hecho que hay intereses económicos, personales, religiosos o políticos de tan oscura naturaleza que requieren de la guerra como un medio necesario para medrar, no importa el dolor, la sangre, la destrucción, la muerte y la sordidez que ella produce.

Y tal es la norma común en el mundo de hoy. Predomina esa visión utilitaria de la guerra en el Oriente Medio, en Gaza, en Ucrania, en África Occidental, regiones en donde cunde una insensibilidad ante el dolor humano y una hipersensibilidad al interés político o económico.

Dentro de ese contexto, Colombia está emitiendo una señal distinta. Se sorprendía el ex primer ministro francés Dominique  de Villepin: “hoy en el mundo llegan más noticias sobre la guerra que sobre la paz, pero los principales mensajes de reconciliación vienen de Colombia”.

Esos mensajes han sido leídos también por el profesor Frank Pfetsch, de la Universidad de Heildelberg: “es un proceso que ha tenido un adecuado manejo porque se ha incluido a todas las partes”.

Sin embargo es un proceso que, aunque los extraños lo elogian, no escapa a la singular lógica que domina estos esfuerzos. Recordaba en una reciente publicación el profesor Alejo Vargas que siete presidentes, a partir de Belisario Betancur, han hecho esfuerzos para lograr una solución y que, a pesar de sus intentos, solo avanzaron unos pasos pero dejaron casi intacto el mal. Fue significativo que el avance notorio del proceso bajo el presidente Betancur tropezara como contra un muro inexpugnable, con la oposición de las Fuerzas Armadas, y que esa oposición esté mutando en el grupo liderado por el expresidente Uribe, convertido en símbolo de la oposición al proceso de paz del presidente Santos, a pesar de los esfuerzos del propio Uribe para acercarse a los grupos guerrilleros para hablar de paz.

La experiencia ha demostrado, en efecto, que el de la paz es un empeño demasiado importante para dejarlo en manos de los políticos, de los gobernantes o, peor aún, de los militares o de los publicistas.

Son estamentos que han demostrado su incapacidad para manejar un asunto del espíritu, que eso es la paz.

La opinión así lo percibe y manifiesta en las encuestas su apoyo a la causa de la paz y sus dudas ante el proceso político. Quieren la paz, pero rechazan su manejo político, hecho que nos vuelve al lugar común: la paz, como proceso que nace en la conciencia individual y que desde allí se extiende a la opinión pública.

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