El Heraldo

La otra guerra

Se fraguan en la Casa de Nariño, en los despachos de las Altas Cortes, en los desocupados recintos del Parlamento, en las cafeterías de las universidades –que es donde supuestamente piensan los académicos–, en los consejos de redacción de los medios de comunicación, en el silencioso estudio de la casa del procurador general –que es donde supuestamente reflexiona–, en una de las terrazas de una de las fincas del senador Uribe, innumerables teorías para apoyar o controvertir los mecanismos de refrendación popular de los acuerdos con las Farc. Se fraguan en esos lugares –como los fraguaron por meses en La Habana los negociadores– con el fin de afirmar o negar la idea de que la terminación del conflicto con esa guerrilla es un capricho irresponsable del presidente.

No se acaba de entender esta necesidad colombiana de enredarlo todo, de dilatarlo todo, de someterlo todo a los indescifrables e inútiles laberintos jurídicos, a los artículos, a los incisos, a las minucias marrulleras de los tinterillos profesionales. O, mejor dicho, los que no acaban de entender son los que no son de aquí, porque nosotros sabemos con claridad de qué se tratan estas complejidades kafkianas que suelen echar a perder iniciativas definitivas para la sociedad. Por un lado, el Gobierno trata de explicarse, de aclarar que la paz que está a punto de conseguir no es lo que la derecha dice que es, que no es una concesión a un grupo de delincuentes ni un antojo oportunista. Por el otro, los enemigos del proceso tratan de que sus básicas maneras de oponerse a la reconciliación suenen serias y contundentes, como si hubiesen surgido de las sensatas mentes de seres humanos adultos. Ambas facciones representan, no solo la polarización que nos define sino también ese complejo de inferioridad que nos obliga a complejizar cualquier decisión importante, subordinando el poder de sus alcances a la sórdida tiranía de lo jurídico, como si este país hubiera sido alguna vez un ejemplo mundial de la justicia.

Para que la paz con las Farc fuera un acontecimiento entendido como una necesidad nacional impostergable hubiese bastado con una par de normas claras, anunciadas sin ambages por el candidato Santos durante la campaña presidencial en la cual Colombia lo eligió precisamente para que lograra lo que está a punto de lograr, y pactadas luego con los diversos sectores del Congreso, que es el organismo en el que trabajan los representantes del pueblo. Y punto. Pero decidieron meternos en esta vorágine legalista que es un insulto y una burla.

Ahí están el presidente y su equipo defendiendo con una montaña de textos académicos en la mano la tal refrendación en la Corte Constitucional. Y también están los otros, los que están a punto de quedarse ciegos de tanto mirar las letricas de los incisos y de los artículos y los pies de página de cuanto libro de derecho se ha escrito desde los tiempos del Corpus Iuris Civilis.

¿Y la paz? Parece ser que a todos se les va olvidando qué diablos significa esa palabra.

Jorgei13@hotmail.com - @desdeelfrio

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