El Heraldo
Opinión

La maldad de los demás

No creo en los absolutismos ideológicos. Son una tontería. Una torpeza enquistada en el talante de quienes tienen miedo. Arrancar del alma política de un país sus tendencias de izquierda o de derecha, arguyendo prejuicios disfrazados de razones, es una declaración de pobreza intelectual. 

No hay que ser de izquierda para desear que haya izquierda. No hay que ser de derecha para querer que la derecha exista. Bien entendidas, estas posturas –que son satanizadas según quien las juzgue– representan lo que somos, y la sana tensión entre ellas, siempre y cuando sea constructiva y bienintencionada, es uno de los pilares de la democracia, porque genera deliberación, equilibrio, civilidad, tolerancia. No habría nada más aburrido y estéril que una élite socialdemócrata estando siempre de acuerdo, sumida en el estancamiento de quienes suponen que todo está conseguido.

Son necesarias las utopías de los unos y el realismo de los otros; el espíritu de aventura de quienes vislumbran futuros mejores a la vuelta de cada esquina y la convicción de los que consideran que es preciso salvaguardar la tradición; la voces que en algunos momentos nos dicen ‘hay que seguir’ y las que a veces nos dicen ‘hay que parar’. 

Algunos piensan –me incluyo porque lo he pensado muchas veces– que resuelven el problema que implica estar matriculado en alguna de los orillas del ‘espectro’ político, cuando se proclaman exponentes del ‘centro’, una postura inmaculada que recoge lo mejor de la diestra y la siniestra y que, por obra y gracia de una especie de sensatez intelectual, los redime de toda culpa y los autoriza para ejercer la fácil tarea de la estigmatización, solo que, a diferencia de sus contradictores, sus dardos se disparan por igual hacia los dos lados.

El asunto no es que las posturas ideológicas sean nocivas en sí mismas. Lo nocivo es asumir la ideología como si fuese una religión, cuyos dogmas no están en juego. Esa manera de entender la ideología es la que conduce al fanatismo, al dogmatismo, al extremismo y, por ende, a la estupidez y la violencia.

Mi abuelo materno, conservador por convicción, fue alumno de Jorge Eliécer Gaitán en la Facultad de Derecho de la Universidad Libre de Bogotá, a comienzos de los años 30 del siglo pasado. Lo admiraba, lo respetaba y, cuando el profesor permitió que su relación fuera más allá de la que se suponía suficiente entre un maestro y su aventajado alumno de provincia, surgió un afecto auténtico que se materializó en una amistad permeada por la distancia. No hubo entre ellos una sola descalificación, ni un insulto ni una condena a sus tendencias políticas, ni siquiera en las circunstancias  más polarizadoras de esos años. No hubiera sido necesario odiarse para reafirmar ante el otro las creencias propias. No hubiera sido inteligente. No hubiera sido civilizado. Ellos lo sabían, pero la pequeña turba que quiso apedrear la casa de mi abuelo conservador el 9 de abril pensaba diferente. Porque aquí están mal vistas las amistades que trascienden la ideología. Porque creemos, y seguiremos creyendo profundamente, en nuestra bondad y en la maldad de los demás.

Jorgei13@hotmail.com - @desdeelfrio

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