El Heraldo

La guerra es un absurdo

Marco era uno de mis mejores amigos, me hacía confesiones sobre esos detalles de la vida que por regla general no son tema de conversación entre una nieta y un abuelo.  Tenía saltones ojos azules que alumbraban el marco de su prominente calvicie y la capacidad para celebrarme todo con una carcajada de compinche. Me fue fácil imaginarlo en un antro de Corea, con ese estilo de soldado gringo, emborrachándose en mala compañía, pendenciero, mujeriego. 

Con esa gracia de convertir las tragedias en comedias, me contó que cuando preguntaron quién quería enlistarse para Corea, él se quedó estupefacto; pero sus compañeros, atiborrados por el miedo, dieron un paso atrás.  Entre risas me intentaba explicar que él no había sido tan valiente, que jamás tuvo la idea de dar un paso adelante, pero que ya metido en el embrollo, no tuvo otra opción.

Me explicó que, pese a todo, Corea era fácil.  Allá disparaba a lo lejos, a buen resguardo, y apenas alcanzaba a divisar cuerpos de “chinos” volando. Se detuvo allí para hacerme comprender la naturaleza deshumanizada de las víctimas que se divisaban como pequeños soldaditos de plástico. Soldaditos sin historias de vidas, sin tristezas, sin reclamos.

Lo difícil ocurrió en Colombia. “Aquí los enfrentamientos eran otra cosa”, dijo aquella tarde. Me hizo comprender la dolorosa diferencia del peso de la guerra cuando alcanzas a verles los ojos al otro, a ese otro con el que combates. Verle en su última mirada los destellos de súplica, de terror, las ganas de vivir, que se le escapan en el segundo siguiente cuando tu oprimes el gatillo.  Tú que apagas otra vida.  Se justificó con vergüenza:  “Así es la guerra, mija, si no matas te matan, no tenía opción”

Él, un veterano de guerra de otros océanos, no podía cerrar los ojos sin que aparecieran las imágenes de lo ocurrido en Urabá o en cualquier otro lugar de Colombia en el que estuvo y no me precisó.  “Había que seguir órdenes del superior sin cuestionarlas” intentó nuevamente justificarse.  Para mí no era necesario.  Sacó sus medallas orgulloso y luego, cuando le pregunté qué pensaba de la guerra, sentenció “La guerra es un absurdo”

No alcanzo a imaginar las pesadillas que le perseguían ni cuántas veces tuvo que ahogarlas en más de un trago de whisky.  Mi viejo fue perdiendo la memoria.  No me reconoció la última vez que lo vi y supe que ya se había ido a un lugar en que las culpas no acosan a nadie porque todo se vuelve olvido.

Hoy, cuando el país se disputa entre insistir en un controvertido proceso de paz o volver a la guerra más cruenta, pienso en aquellas medallas de reconocimiento al valor, del orgullo de mi viejo al mostrarlas, y especialmente de su vergüenza y su dolor al hablar de la guerra.  Los que deseamos con todas las fuerzas del corazón que se acuerde y respete un cese bilateral del fuego, y que ninguna de las partes asuma dobles agendas hipócritas, hablando de paz y marchando hacia la guerra, no queremos darle ventaja a ningún actor armado. Lo único que deseamos es que los que alimentan los gritos de batalla, esos fanáticos de la sangre ajena, no sigan resoplando sobre el fogón del espanto, donde hijos de otros pierden sus vidas, mientras los cobardes acarician los lomos de sus bestias de odio, poder, venganza y ambición.
@ayolaclaudia
ayolaclaudia1@gmail.com

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