La enfermedad del “No”
Pobres señores. Tienen problemas de la cabeza.
Viven diciendo palabras que, según los científicos norteamericanos Mark Waldman y Andrew Newberg, carcomen el cerebro.
Cuando expresan “no” o “no me gusta”, van liberando cortisol, la hormona del estrés que se encarga de ponernos alerta. El cerebro, entonces, es cubierto por una especie de membrana líquida que hace decaer nuestras funciones lógicas y nos vuelve prejuiciosos.
Como cuando vemos a nuestro hijo pequeño acercando su dedo a un enchufe de luz. Nuestra primera reacción es gritarle: “¡No!”. Eso activa el mecanismo de miedo y lo deja congelado.
Lo mismo pasa con el cerebro. Cualquier expresión negativa lo paraliza. Y si su comunicación ordinaria está llena de esas voces, crea una especie de deterioro continuado, al cabo del cual lo único que tendrá sentido para él serán las negaciones.
Por ejemplo: “no hay que entregarle la patria a esos bandidos”, o “no emplearemos en nuestras tiendas a un reinsertado”.
Waldman es profesor de comunicación de la Universidad de California y, Newberg, director del Centro de Medicina Integrativa de la Universidad Thomas Jefferson. Juntos publicaron el libro Las palabras pueden cambiar tu cerebro, que se refiere a la influencia de los vocablos en el sistema neurológico de las personas.
Lo que dicen es que si pusiéramos un escáner a nuestra mollera, veríamos lo que ocurre cuando mencionamos expresiones como “sí”, “paz” o “amor”. Ahora lo que se libera es una sustancia llamada dopamina, un químico de placer que proporciona actitudes de felicidad y bienestar.
Los estudios demuestran que cuando los individuos empiezan a mejorar su lenguaje positivo, entonces viven por más tiempo, con menos estrés y menos enfermedades y menos inquina.
El efecto del cortisol, ahora bien, es duradero. El esteroide, que se produce en las glándulas adrenales, marca las palabras negativas en la memoria, porque las considera una amenaza para la persona. A la dopamina le toca muy duro para reencontrar al sujeto con el placer o la risa, porque justamente tiene que combatir con los sustos arraigados que se anteponen a cualquier discurso.
Por eso es que los vemos amargados. Su vida está llena de frustraciones. Son crónicos negativos en su comunicación. Les da terror mencionar lo que signifique la tranquilidad. Están, literalmente, de clínica, y deben ir raudamente a ella.
Su reacción es a oponerse a cualquier voz que calme la alteración. Están cómodos con las tensiones. Aman la guerra y van siempre a ella con un arsenal de frases que dicen en las redes sociales, los congresos gremiales o los escenarios democráticos.
¿Saben que es lo grave? Que Waldman y Newberg descubrieron que ya no hablamos casi con las palabras. El orden de la comunicación es: contacto visual amable, expresión facial afable, tono de voz suave, gestos corporales, disposición relajada, ritmo de voz lento, brevedad y, en último lugar, verbo. Y, por lo que vemos en televisión, ahí les va todavía peor a los enemigos prosaicos de la paz.
amartinez@uninorte.edu.co
@AlbertoMtinezM
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