La efigie en el camerino
Cuando conoció la historia por el único televisor de ese caserío ubicado a la orilla del río, comprendió que a los ídolos hay que venerarlos con obsequios que caminen hacia la posteridad. La historia que acababa de ver, en ese bar hediondo a ron y cerveza, donde el bullicio se mezclaba con ese aire pesado untado de polvo, le sirvió para decir que él también era capaz de esculpir una estatua de madera para el ídolo del fútbol colombiano, hoy lesionado, en vías de recuperación.
La historia del muchacho que con sus propias manos talló la figura del astro Maradona para llevársela personalmente al sitio de su concentración, cuando era el amo del hemisferio, después de atravesar toda la pampa argentina con los bolsillos vacíos, valiéndose de la valiosa prenda y su destinatario, le sacudió el alma.
Nativo de Pijiño del Carmen, un pueblo ubicado en esa Mesopotamia del Caribe donde el río con sus avenidas inundan la tierra en época de invierno, para convertirla en un lodazal interminable y, en verano, donde el sopor y los rayos del sol se mezclan entre sí para hacer del caserío la estampa propia de los pueblos fantasmas.
Meneleo, como le dicen todos, trabaja en el ferry destartalado que sirve para atravesar los carros a la otra orilla del caño que atraviesa el pueblo. Es un planchón viejo de hierro y madera, que es arrastrado por una canoa amarrada a un costado que hace las veces de remolcador.
Reparte su tiempo en las pericias del transbordador trasnochado, la escuela donde aprendió a leer y escribir, y los partidos de fútbol los fines de semana, donde sueña con el fin de alegrar el alma, imitar a los astros que mira por la televisión en el único bar del pueblo.
Su casa, cuyo parecido a las demás convierten el entorno en un pesebre con techos de paja, está ubicada a la orilla de la ciénaga encantada donde viven y duermen las aves y los animales más exóticos de la región en vías de extinción.
En el patio, colgada de las ramas de un frondoso árbol de mango, está el tronco de madera fina que ya empieza a tomar la forma del tigre samario. En una hoja de papel, pegada a un mesón desteñido estaba dibujada la figura del ariete en todo su esplendor, con la pelota pegada a su pie de oro, próxima a convertirse en gol.
“Así tiene que quedar”, me dijo, mientras que con una lija le quitaba a la madera las virutas que se asomaban cada vez que pasaba el fino cuchillo.
Cuando la termine la llevará a Brasil, de la misma manera como el argentino lo hizo, se la entregará a los jugadores de la Selección para que la coloquen en el camerino, una manera de disipar la ausencia del ‘depredador’ en el caso que este no llegue a tiempo.
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