La dama eterna
En 2008 entrevisté a Óscar Collazos para el libro Escribir es lo que cuenta. Me acompañaron, además del público, Ariel Castillo y Miguel Iriarte en la conversación abierta con el escritor de Bahía Solano.
Nos dijo que jamás se preguntaba qué había venido a hacer a este mundo ni otras inquietudes metafísicas para no tener desilusiones. Precisó, no obstante, que cada uno de nosotros había venido a hacer lo que cada uno era capaz de hacer, y que la brevedad de una vida estaba perfectamente calculada porque, más allá de esa brevedad, el mundo sería intolerable para cualquiera.
Según Collazos, lo único que uno tiene que empezar a aprender y acomodarse es a la noción del deterioro físico, que él llamaba con optimismo la metamorfosis del cuerpo. “Lo único aburrido es que la metamorfosis incluye cosas muy desagradables, no tanto para uno sino para los demás, pues esas vejeces insoportables crean dependencia de los otros y, frente a eso, hay dos alternativas: o se es un irresponsable que endilga todas esas miserias a quienes lo van a curar o se toma la decisión digna de no soportarlas ni uno mismo”.
Collazos estuvo de acuerdo en que esa era una previsión de los suicidas jóvenes, aunque pudiera ser en ciertos casos el colmo del narcisismo. “A los 40 –señaló– gozamos la sabiduría de la belleza, esa especie de plataforma sobre la cual uno puede caminar durante un tiempo. Si miras a tus espaldas, tienes la juventud de donde vienes y, si te asomas al otro extremo, ves para dónde vas”.
Los 50 años son, en opinión de Collazos, esperanzadores. Todavía falta, estás en el esplendor de la vida y es cuando, según él, debe uno empezar a tener tratos con la vieja dama. “A vivir, no a convivir compulsivamente con ella, sino a tenerla en cuenta”.
El primer muerto que Óscar vio fue un tío abuelo suyo, cuando lo llevaron a velar a su casa. También el cadáver de un tipo arrollado por un tren en Buenaventura. Vio la cabeza, desprendida del cuerpo, y se espantó. “A mí me dio siempre la impresión de que aquella cabeza me sacaba la lengua”.
“La muerte es, simplemente, el final de un trayecto y no más”, reflexionaba. “La idea del más allá existió en mí cuando fui creyente, pero me la enseñaron tan mal que desapareció. Mi idea de la muerte no empieza con angustia sino con el deseo de familiarizarme con algo ineluctable”.
Sin embargo, reconoció que a partir de cierto momento empezó a tener conciencia de la muerte y la sensación de que el tiempo no le iba a alcanzar para escribir todo lo que quería escribir. Además, porque se vive más allá de la muerte como creador. Con los libros, con la obra que se deja.
Le preguntamos si no era acaso una contradicción que un creador no vislumbrara estar inmerso en una obra de creación, y nos insistió en que él no se preocupaba por la existencia de Dios. La idea de Dios no lo había atormentado ni en sus años de monaguillo en Buenaventura, que lo fue como hasta los diez. “Mis preguntas sobre el universo no llegan al infinito –dijo. Además, la eternidad sería muy tediosa, muy aburrida. Volverse uno a encontrar con la posibilidad de un universo que no tiene principio ni fin. Me parece aterrador”.
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