El Heraldo

La cantaleta

Toda mujer que ha experimentado alguna de las formas de la maternidad sabe que durante largo tiempo la vida transcurre entre paréntesis. Quienes hemos vivido las confusas sensaciones que suscita traer hijos al mundo reconocemos que alguna vez tuvimos ganas de pegar un alarido, de arrancarnos los cabellos en frenética agonía y colgarlos de un ciprés. Porque aún en ese grado de éxtasis amoroso y perturbadora contemplación uno alcanza a sospechar que es el máximo ejercicio de resignación que le impone a uno la vida. La maternidad no suele dar tregua. Una vez el cuerpo bota esa desmañada larva que acunamos nueve meses y que comienza a parecernos el objeto más perfecto que existe sobre la tierra, lo demás pasa a otro plano. Después de haber sido madres los relojes ya no vuelven a marcar el tiempo propio sino el tiempo inagotable que demanda esa criatura vulnerable que se deshace en seducciones y nos colma de obligaciones. Entonces, es preciso renunciar a muchos de los placeres que aprendíamos a gozar furtivamente y sin saber cómo, cuándo, ni por qué, uno comienza a ser habitado por un lamento incesante.

En esa queja –una particularidad de lo femenino que en el ejercicio de la maternidad aumenta con sobradas razones– la prepotencia del machismo fundamentó el ruin argumento que pretendía neutralizar la inclinación de las mujeres por acercarse a una verdad. ¡Zaz! Por designio de los hombres la cantaleta pasó a ser el rasgo predominante y fastidioso del género femenino. “Y ahora qué vas a hacer /que para dónde vas /que si no tomas más /que con quién has salido. /Que por qué no llegué/que llegué tarde ayer /que ya no se me ve /si no es amanecido./Con ese repicar/me voy a trabajar /y todo es un suplicio, /Qué voy a contestar si nadie puede hablar con semejante ruido”. Así lo dice una canción, y, claro, la sola idea de vernos plasmadas en esa estampa propagada por una cultura recontramachista consiguió que las mujeres sostuviéramos por siglos una actitud disminuida y silenciosa.

Ahora las cosas han cambiado y ya no comemos cuento. Comenzamos a asumir la cantaleta, esa queja que produce intuir una verdad, como una parte de la naturaleza femenina que resulta indispensable a la hora de asumir ciertos roles espinosos que el destino nos depara. Sin ella no podríamos soportar los mayores ejercicios de resignación que le impone a uno la vida: matrimonio y maternidad, una auténtica proeza. Así que, para nosotras, anónimas heroínas de coraje sorprendente, unas fieras para preservar la especie humana, un día como el de la madre debería ser celebrado concediéndonos potestad para poder cantaletear abiertamente, que es lo mismo que expresar una sarta de verdades. Un día para festejar aunque sea cantaleteando sin que nadie nos moleste y escuchando los susurros de amor incondicional que brotan del corazón de nuestros hijos, nuestra obra más perfecta.

berthicaramos@gmail.com 

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