El Heraldo

Justicia política

No en vano se figura la Justicia, desde los tiempos más antiguos, con la balanza en la mano y con los ojos vendados. Y no en vano sale la diosa de la cabeza de Zeus, seña de que nada ni nadie podrá contra ella. Los jueces fueron siempre, cuando menos en el ideal que llevaban los hombres en el corazón, el refugio de los débiles, la garantía del mérito, el escudo protector contra todos los abusos de los tiranos y los excesos de los fuertes.

Cuando a la Justicia le quitan la venda para señalarle a los que debe perseguir, y para diferenciar los amigos de los enemigos y para convertirla en instrumento de opresión, todo está perdido. Y con ella está perdida la esperanza.

Por todo eso, los tiranos pudieron serlo cuando callaron la voz de la Justicia y cuando se apoderaron de ella. Hitler no habría podido llegar a la “Solución Final”, si no hubiera tenido jueces alcahuetas. Y Stalin necesitó de la “justicia espectáculo” para dominar a Rusia e implantar el comunismo en la Europa que hizo esclava.

Valga el exordio para decir que de todos los males que nos aquejan, ninguno tan doloroso como ver una de las cabezas de la Justicia, la Fiscalía, convertida en instrumento de opresión, en perro rabioso que muerde a la oposición, en medio inicuo de hacer política. ¡Y saber que algunos jueces han seguido el mismo camino, y no están al servicio del Derecho, sino del odio y el oportunismo!

Nos inauguramos con la parapolítica, así la llamaron, para que la Corte Suprema destruyera al uribismo. Fueron cayendo, una por una, las cabezas del Congreso en la cesta maldita que las recogía como trofeo. Mauricio Pimiento, Mario Uribe, Miguel Pinedo, Luis Humberto Gómez, Carlos García y Nancy Patricia Gutiérrez fueron víctimas inocentes de esa tragedia. Que ejecutó la Corte, politizada desde sus fuentes, con la ayuda del vil instrumento de los testigos falsos, comprados y amaestrados por esa vergüenza que llamamos la Fiscalía General de la Nación.

Pero no era suficiente. La purga, el espectáculo tenía que alcanzar a los jefes más visibles del uribismo, aquellos llamados al honor, la gloria y la carga de ejercer la Presidencia de la República. El juicio y la condena contra Andrés Felipe Arias, el proceso contra Luis Alfredo Ramos y el llamamiento a Óscar Iván Zuluaga parecen escapados del Comité de Salud Pública de la Revolución Francesa. Así de implacables, de contradictorios, de inicuos.

Refugiado en los Estados Unidos Andrés Felipe Arias, ahora comparece ante la Corte Luis Alfredo Ramos, porque también iba a ser presidente, y citan a Óscar Iván Zuluaga, porque con siete millones de votos había quedado en lista forzosa para ganar las próximas elecciones, en cuanto lo permitiera el fraude electrónico de la dictadura.

La patraña del hacker no puede ser más burda, ni más vulgar. Sepúlveda es un simple operario de computadores y de redes sociales que se adiestró en los campamentos de la campaña de Santos. Y si había aprendido malas artes, las tenía aprendidas de JJ Rendón.

Ni Sepúlveda penetró en computadores ajenos, ni los Zuluaga cometieron el disparate de contratarlo para que lo hiciera. Y mucho menos para destruir esa belleza política de los diálogos de La Habana.

Pero la justicia espectáculo está en marcha. Hitler y Stalin han vuelto y estas son sus víctimas. ¿Vamos a tolerar esta purga y este holocausto?

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