Juego limpio
Es otra/acaso es otra/la que va recobrando/su pelo su vestido su manera/la que ahora/retoma/su vertical/su peso/y después de sesiones lujuriosas y tiernas/se sale por la puerta entera y pura/y no busca saber/no necesita/y no quiere saber/nada de nadie”.
Concluyó la fiesta del fútbol en Brasil y el llamado sexo fuerte se encuentra, por estos días, quizá más cerca que nunca del llamado sexo débil. Durante el torneo los señores desfogaron sus pasiones, lloraron sin aspavientos, aborrecieron el silencio, comprendieron el valor de la amistad, se otorgaron el derecho a la tontera, expusieron sus terrores, revelaron sus amores, y traspasaron las fronteras del ridículo; en otras palabras, dieron rienda suelta a las emociones, vivieron como lo hacemos diariamente las mujeres. Pero yo diría que ahora, una vez finalizado el jolgorio deportivo, el elemento masculino cruzó el umbral más punzante –se acercó a la quintaesencia femenina– al tener que experimentar la sensación apocalíptica que produce ese después consecutivo al goce, tan difícil de encarar para cualquier organismo que segregue andrógenos en abundancia. No sucede lo mismo en la mujer. Vinculada a la conciencia de la muerte, a lo inasible del deseo, lo efímero del amor, y la constancia de la pérdida, tras cada final puede reinventarse como el nuevo ser autosuficiente que asumiendo ese vacío se proclama triunfador y “no busca saber/no necesita/y no quiere saber/nada de nadie”. Un ser representado de forma magistral por la uruguaya Idea Vilariño en el poema “Después”, citado anteriormente.
Sí, los hombres están en duelo, y, durante cierto tiempo, apenas encontrarán motivos para acostarse o levantarse de la cama. Y con razón. El final de la magnífica campaña de la Selección Colombia entristeció a los colombianos, perdedores consuetudinarios. Sus triunfos enamoraron a una nación, consiguiendo rescatar, del cuarto de San Alejo, ese maltrecho mamotreto denominado orgullo patrio. Pero ya todo acabó, la Federación Internacional de Fútbol Asociado apagó las luminarias que alumbraron su espectáculo rentable, y se fue con el producido para otra parte. Que me excusen los lectores si no puedo hacer balance de gambetas, pases de profundidad, atajadas, cabezazos o penaltis (lo anterior fue fusilado de Wikipedia), lo que sí puedo decir es que, además de las incontables emociones y las escasas frustraciones, el paso de la Selección Colombia por Brasil encendió, como estrellas hipergigantes, dos palabras en el cielo tenebroso de esta patria: juego limpio. Ellas simbolizan, a mi modo de ver, la verdadera promesa.
Más allá de haber logrado un merecido quinto puesto, de tener al goleador más cotizado, y ojalá el gol más bonito del Mundial, ese premio al juego limpio resulta grandioso, teniendo en cuenta que esos muchachos nacieron y se criaron en la época más oscura del país del juego sucio. Y, como las grandes transformaciones comienzan en el lenguaje, quizá el legado más valioso que esos jóvenes le dejan a Colombia es el antídoto verbal contra tanta palabreja bochornosa con que nos han rotulado. En adelante, juego limpio es la consigna.
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