Ganaron las Farc
En 2010, cuando Juan Manuel Santos recibió de su predecesor las riendas del gobierno, las Farc eran una tropa debilitada que ya se habría derrotado militarmente si no fuera porque, cuando estaba más acorralada que nunca, Hugo Chávez le abrió la generosa retaguardia venezolana para que sanaran a sus heridos, escondieran a sus jefes y condujeran tranquilamente sus negocios.
Hoy las cosas son muy distintas. Cuatro años después, esa milicia desprestigiada funge de vocera legítima de los pobres del país ante gobiernos extranjeros y organismos multilaterales. El gobierno negocia con ella temas fundamentales de la nación como la tenencia de la tierra, la reforma agraria y la política de drogas. Desde La Habana nos da lecciones de moral a los colombianos. Las Naciones Unidas ponen en el mismo nivel a sus combatientes y a los soldados del Ejercito. Políticos afines a su causa, como Piedad Córdoba e Iván Cepeda, se apropian de la narrativa del conflicto; en esa nueva narrativa, las víctimas de la guerra –de las cuales las Farc se autoproclaman las primeras– no sufrieron por consecuencia de los secuestros, las bombas y las minas ‘quiebrapata’ de la guerrilla, sino por culpa del inefable ‘sistema’, es decir, por culpa nuestra. Mientras el gobierno afloja su persecución a los cabecillas de la guerrilla y se la pasa excusándolos –pidiendo que no demos crédito a sus bravuconadas públicas pero sí a su invisible voluntad de paz–, ellos aumentan sus ataques contra la nación, masacrando niños, dinamitando puentes y emponzoñando ríos.
Más claro no truena un fusil: la guerrilla está ganando su guerra de 50 años contra el Estado colombiano. Sin pagar por sus crímenes obtendrá participación en el poder, que es lo que siempre ha querido. Y es probable que tenga escaños propios en el Congreso, por lo que ni siquiera tendrá que competir por sus puestos como cualquier partido político.
Lo lograron con la vieja estrategia de combinar las formas de lucha. Cuando vieron que por la vía militar estaban perdidas, se dedicaron a cultivar su imagen en el exterior y a buscar una salida negociada que les conviniera y que las convirtiera a ellas en víctimas. Supieron jugar con la emotividad del pueblo colombiano, que está tan harto de guerra que se ilusiona solo de escuchar la palabra ‘paz’.
Por eso mismo sé que algunos me dirán: ¿qué importa quién gane la guerra, si lo que importa es parar el desangre? Pero sí importa, porque quien gana es quien impone sus condiciones, como lo estamos viendo en La Habana. No es serio que 10.000 combatientes –y ni siquiera ellos, sino sus representantes en la mesa– le impongan su visión de país a los 40 millones que nos la jugamos todos los días, en medio de innumerables dificultades, por construir sociedad desde nuestras instituciones, nuestras universidades, nuestras empresas y nuestras comunidades. No hay injusticia mayor a que la soberbia de unos asesinos pese más que los esfuerzos honestos de la sociedad civil.
‘Hay que tragar sapos’, es la imagen que se ha vuelto de rigor durante este proceso de paz. Pero, así las cosas, no debemos ponderar tanto el sapo que nos vamos a tener que tragar, como el que nos va a tragar a nosotros.
@tways / ca@thierryw.net
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