El Heraldo

‘Full house’

En el juego del póquer, que le gusta a nuestro mandatario, el full house (tres cartas de un valor y dos de otro) es una de las manos más temibles; ante la sospecha de que el otro la posea, el jugador sensato debe pasar. Y un full house es lo que tendrá en sus manos el presidente con los cinco magistrados que conformarán el nuevo Tribunal de Aforados propuesto ante el escándalo de la Corte Constitucional.

El tribunal fue concebido el año pasado e incluido en la reforma de equilibrio de poderes que cursa por el Congreso, pero esta semana fue priorizado súbitamente y alterado para atender el clamor ciudadano de un control a las altas cortes. La modificación de urgencia dejó una impresión de improvisación y estuvo, además, a un paso de convertirse en un abuso de poder cuando el presidente planteó que fuera él mismo quien escogiera a los primeros integrantes del tribunal. (Originalmente, se había dicho que serían preseleccionados por “las cinco mejores facultades de Derecho del país”).

Las críticas fueron inmediatas y el mandatario tuvo que recular y proponer que a los nuevos magistrados los escogiera el Congreso a partir de listas armadas por su despacho. Aun así, la mayoría del Congreso está alineada con el Ejecutivo, lo que inspira poca fe en su independencia. Por lo tanto la situación quedaría como describo a continuación; pero antes de leer la siguiente frase sugiero que el lector desconecte el detector de incongruencias, pues podría explotar por sobrecarga. Al llamado proyecto de ‘equilibrio de poderes’ se le colgará un artículo que le da a este presidente facultades para escoger a los jueces más altos de la nación durante su propio gobierno. Llamarle a eso ‘equilibrio’ es el más sublime ejemplo de ‘neolengua’ orwelliana que nos han dado los últimos tiempos.

El asunto no es solo semántico. Como la Corte Constitucional será llamada a revisar los acuerdos de paz con las Farc, la posesión del full house presidencial le permitiría al mandatario injerir en esa decisión. Así, podemos repetir el error –del que aún no nos hemos recuperado– que cometimos cuando permitimos la reelección de Álvaro Uribe: el de modificar la Constitución para resolver afanes coyunturales sin pensar bien en las consecuencias. Las enmiendas constitucionales deben ser infrecuentes y profundas, no reactivas y habituales. Mientras la constitución de EEUU lleva 33 modificaciones en 226 años, la nuestra tiene casi 40 en apenas 24.

Aunque no por eso fue menos desacertada, la enmienda para reelegir a Uribe se hizo en el contexto del gobierno más popular de la historia del país. La reestructuración que busca Santos, en cambio, le otorgaría un mecanismo para hacer concesiones a la guerrilla con las que más de medio país está en desacuerdo. No importa que después necesitemos otras reformas, otras enmiendas; lo importante por ahora es despejar el camino hacia el posconflicto. Por eso el gobierno está satisfecho con sacarle tarjeta roja a Pretelt –que se opone a esas concesiones–, cuando todos sabemos que el problema de la Fiscalía y las Cortes no es de una oveja descarriada, sino de todo un rebaño descompuesto.

Es un error creer que la institucionalidad se construye con buenas manos en el póquer de la política. Con cartas solo se erigen castillos de naipes.

@tways / ca@thierryw.net

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