Entre la verdad y el odio
El debate Cepeda-Uribe fue revelador, no por lo que se dijo o se dejó de decir, sino por su significado: cuando debió importar la verdad, se impuso, como un chillido, la estridencia del odio.
Se esperaba la verdad, aunque ya era conocida, y de hecho la exposición de Cepeda mostró unos hechos ya publicados pero esta vez conectados entre sí y como parte de un proceso que al exgobernador, al expresidente y actual senador lo compromete: el del nacimiento, desarrollo e incidencia del paramilitarismo en la vida de la nación y en el sufrimiento de sus habitantes.
Lo que se murmuraba en pequeños y grandes grupos hasta constituir una vox pópuli en esa sesión se proclamó desde el lugar apropiado, el Congreso, como la instancia más autorizada para que la justicia, por fin, cumpla con su deber.
Esos hechos, traídos y llevados en murmuraciones ligeras, indocumentadas y revelados de modo fragmentario e inconexo, enmudecieron .
Pero así, expuestos en el debate, dejaron de tener el efecto sanador de la verdad porque resultaron convertidos en coyuntura para una explosión de odio. El pueblo colombiano, necesitado del poder reparador de la verdad, fue sometido otra vez al efecto intoxicante del odio.
La verdad de Cepeda es necesaria porque deja, descubierta y evidente, la raíz de la violencia paramilitar. Si Uribe es paramilitar o no, es una verdad que debe ser conocida como parte de la reparación que se les debe a las víctimas, que tienen derecho a saber dónde y por qué nacieron sus desgracias.
También necesita conocer esa verdad el pueblo colombiano para que tenga en sus manos la clave de los 8 años del gobierno Uribe: sea porque aparezca limpio de toda relación con narcos o paras, el nombre de Uribe, y entonces se disipará la sombra de las acusaciones que lo han envuelto desde su primera campaña presidencial, o sea porque se hace patente la verdad de las acusaciones, para que la justicia responda por qué no ha actuado y cuándo espera cumplir con su deber. En cualquier caso la verdad es sanadora y liberadora.
Sea en cabeza del senador Cepeda o de cualquiera otro, es un deber del Congreso mantener un control político y llevarlo, en este caso, hasta el descubrimiento de las raíces más profundas de nuestros desasosiegos.
La reciente decisión de los negociadores de La Habana, de dar a conocer en su integridad los acuerdos logrados, demostró el benéfico influjo de la verdad sobre la opinión pública. Los silencios y las medias verdades hacen prosperar, como hierbas malas, murciélagos o ratas, los rumores, las versiones malintencionadas con las que se llegó a afirmar, con tono dogmático e incontrovertible, que se había pactado la abolición de la propiedad privada y el comienzo en Colombia de un socialismo al estilo cubano o venezolano. La verdad de los acuerdos deja sin armas a cuantos se aprovechaban de la oscuridad para producir fantasmas.
Pero vuelvo al debate Cepeda-Uribe, en donde en vez de la búsqueda de esa necesaria verdad se produjo una explosión de odio que contribuyó a la radicalización de la opinión pública, como lo han pretendido guerrilleros y paramilitares, conscientes de que esa disolvente tarea es la que les permite mantenerse impunes, porque en una sociedad debilitada y desangrada por el odio, las instituciones dejan de operar y la justicia acentúa sus cojeras.
jrestrep1@gmail.com
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