En defensa del piropo
Yo no sé si estaré equivocada, pero a mi modo de ver en esa delgada línea que separa el piropo del acoso callejero reposa una infinitud de sensaciones capaces de iluminar la más sombría de las noches. Además de un acto creativo, un piropo es una chispa que pudiera desatar grandes fuegos emotivos, es una muestra de altruismo, una pausa terapéutica, un ejercicio de salvación; es un sigiloso intercambio de deseos que conmueve por igual al emisor y al receptor. Claro está, que hablo del piropo noble, de las sagaces galanterías cuyo objetivo es elogiar los encantos femeninos que pudieran consumar las fortuitas fantasías masculinas. Otra cosa es ese burdo saboteo instalado en la cultura por el macho rudimentario, que forzado a traspasar las fronteras de la decencia tiene emputadas a las mujeres. Otra cosa es esa zona de desmadre llena de aproximaciones amenazantes, insinuaciones sexuales, vocabulario soez o exhibición de genitales, que produce repugnancia y genera sentimientos de impotencia que son otra forma de violencia.
Así quedó demostrado en la recreación que hizo EL HERALDO en las calles de Barranquilla, del ejercicio realizado por la ONG Hollaback cuando grabó el asedio a una mujer que caminaba sola por las calles de Nueva York. Ocurrió lo mismo. Fue suficiente con que un cuerpo femenino deambulara contoneándose al descuido por el centro de la ciudad, para saber que el espacio que separa al piropo del acoso callejero, además de imperceptible está expedito. Efectivamente, es aberrante la manera en que se agrede a la mujer por cuenta de sus atributos de mujer. Es indignante que sea tomada como un objeto sexual sobre el que no tiene potestad, por cuanto encarna los apetitos masculinos y su atávica maquinaria de poder. Sin embargo, me resisto a compartir esa actitud, un tanto extremista, que considera que un piropo es una afrenta a la dignidad, máxime cuando el paso de los años nos enseña que ellos pueden procurarnos la energía de una central hidroeléctrica.
Yo no sé si me equivoque, ojalá que no, pero invito a las mujeres a respirar profundo y a evaluar las diferencias entre un piropo y el acoso callejero. En su lugar, y no descubro el agua tibia, las convoco a concentrarse seriamente en develar esa violencia que destroza el ideario femenino, oculta entre los efluvios vaporosos del amor. Las convoco a desenmascarar a aquellos abusadores que encubrimos en la casa. A los hombres que se mofan de la esencia femenina; a los que, sin argumentos, señalan a sus mujeres de lesbianas o de infieles cuando ellas se relacionan con el mundo; a los que ejercen su dominio a través del poderío que da el dinero; a los que sostienen ultrajantes relaciones amorosas paralelas; a aquellos que desestiman la potencia del deseo femenino; a aquellos degenerados que hacen de ellas un objeto de figuración social; a todos los pusilánimes que ignoran sus cualidades intelectuales; a todos los que esclavizan con el sexo; a todos los que golpean con la palabra. Desenmascarar al abusador conduce a desenmascarar al abusado, y enfrentada esa verdad es momento de negarse a tolerar la violencia soterrada.
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