Nicaragua acaba de realizar elecciones generales y su presidente Daniel Ortega se reelige por tercera vez dentro de un modelo político que algunos llaman “autoritarismo electoral” o la “dictadura perfecta” donde hay elecciones, hay separación de poderes y el control del Estado lo tienen los civiles, pero al mismo tiempo hay un preocupante déficit democrático. No es la sangrienta de Anastasio Somoza, pero sí tiene los mismos trazos del asfixiante régimen de Nicolás Maduro.   

En casos como el de Nicaragua las cifras de los resultados de las elecciones son relativas. Ortega y su esposa Rosario Murillo –una vicepresidenta cristiana y socialista–, lograron el 72% de los votos, pero la abstención pudo haber sido del 70%, según la oposición, cuyos candidatos no participaron. Fueron eliminados de la contienda por decisión de la autoridad electoral que controla el Gobierno de Ortega, el antiguo guerrillero que lideró el derrocamiento del eterno Somoza y que hoy maneja a su antojo no solo a FSLN, su partido, sino a su país desde 2007 cuando regresó al poder. 

Ortega ha hecho una apuesta riesgosa esta vez. Hacer elecciones sin darle juego a la oposición, de entrada plantea vicios en el proceso. Y despierta muchas más sospechas el hecho de que hubiera puesto cerrojo a la veeduría nacional electoral, a las misiones de observación internacional y puesto límites al acceso a documentos de identidad para votar. De ahí que Washington considerada este un “proceso viciado” y amenazara con acelerar la iniciativa de ley Nicaragua Investment Conditionality Act –“Nica Act”– que podría imponer sanciones económicas que seguramente las aplicaría el recién elegido Donald Trump.

Una de las grandes preguntas que se hacen los analistas es cómo Ortega y su familia –el Frente Sandinista de Liberacion Nacional es él– pueden darse estos lujos. A diferencia de Maduro, el mandatario nicaragüense ha comprado respaldos en los extremos de la sociedad. Uno, con la llamada “alianza de silencio” que parece involucrar a grandes grupos empresariales, señalados de aceptar menos democracia a cambio de estabilidad económica. Mientras no incomode a los grupos de poder y aplique las recetas del FMI y del Banco Mundial, su mandato no pasa apuros. Por otro lado, hay un apoyo popular con programas asistenciales, gratuidad en educación y salud y vivienda.

La otra pata del trípode en el que se apoya el excomandante sandinista es la fragilidad de la oposición que se debate entre divisiones, fracciones y facciones, peleas y el ahogo de unas normas electorales heredadas desde 1999 cuando se hizo un pacto con Arnoldo Alemán. En esas condiciones, por más cuestionados el proceso y el gobierno, Ortega no tendría mayores afugias como las que afronta Maduro.