La primera vez que oí el nombre de Fidel Castro fue por boca de mi profesora de dibujo, la madre Esperanza, que mostraba un recorte de periódico con un militar guapísimo comulgando. Ella nos explicó que era un hombre muy cristiano y que iba a arreglar Cuba.
Endiosado por el poder, hasta se quitó de encima al mejor amigo (tuvo un buen aprendizaje con el gallego de El Pardo, Franco). El Che murió en Bolivia en circunstancias aparentemente normales en un frente de batalla. Pero su muerte dejó dudas. A ningún déspota le gusta la mínima sombra.
Se enfrentó a Kennedy. Se puso por montera a Kruschev. Y se le midió al lucero del alba. Hizo de Cuba su finca y la disfrutó como un capataz, látigo en mano y manojo de llaves al cinto para que nadie saliera. Llenó las cárceles de disidentes. Hace unos años estuvimos en La Habana, en el emblemático Hotel Sevilla, donde primero entró cuando venía de Sierra Maestra, en la puerta del ascensor dos fotografías: Al Capone y Lola Flórez. Sus símbolos turísticos.
Otro, que también le echó una buena mano para el turismo fue Hemingway, donde todavía en el Floridita, nos hablaban de sus cenas. Y en La Bodeguita, de sus tragos.
Disfrutamos la delicia de caminar por las anchas calles, por ese parque con suelo de mármol de los tiempos de la colonia, hasta el Teatro García Lorca. Las semidestruidas edificaciones: la solución al problema de vivienda de los Castro. Nunca olvidaré ese ambiente cálido de no ver un solo rostro triste. La alegría de vivir. Ya sé que no volveré a ese paseo del Malecón donde los habaneros sueñan imposibles para ser felices, porque tengo miedo al dolor de encontrarme con uno de los recuerdos más bellos de mi vida. Imposible de repetir.
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