El ocaso del jerarca
Es claro que los colombianos disponemos de herramientas prehistóricas para el ejercicio de la política; que pese a jactarnos de tener una de las democracias más antiguas de América Latina, nuestra doctrina no es producto de firmes reflexiones sino de ese albur que determina lo que nos complace o no; y que esto, asociado a bajos niveles de formación y a las prácticas viciadas que impuso la corrupción, derivó en el extravío de elegir periódicamente ídolos con pies de barro, dirigentes que en lugar de despejar el cada vez más confuso horizonte de los colombianos, consiguieron convertirlo en un sangriento, inextricable e impredecible panorama donde el valor de la vida se redujo a niveles inverosímiles. Fue así como un país de tradición conservadora que aquejado por el miedo y la zozobra había atravesado el límite de la desmoralización, optó por reconocer la represión como la salida más viable a la larga confrontación que sostenemos y puso en manos de Álvaro Uribe la única alternativa disponible, en aquel momento, para iniciar una efectiva recuperación del orden. Uribe pronto mostró una inmensa disposición para aplicar a los movimientos subversivos una especie de receta marcial que devolviera a Colombia la estabilidad perdida, pero, aunque logró diezmar a los insurgentes como ningún mandatario pudo hacerlo anteriormente, la represión –la historia lo ha demostrado– no garantiza resultados contundentes, y con el paso del tiempo los métodos del jerarca acabaron por escribir un capítulo lóbrego en la historia de la Colombia aborrecible.
Ahora el país es distinto, y si bien es cierto que en parte lo es por efecto de las políticas represivas de Uribe, el hecho de haber materializado un quimérico proceso de paz nos llevó a los colombianos a una intensa controversia en torno a nuestras ideas, que transformó la evanescente patria individual en la patria palpable y comunal que promueve el repudio a la apatía y la violencia. Comenzamos a entender que somos más pusilánimes cuando optamos por excluir al enemigo, que cuando nos disponemos a la reconciliación. El coraje vence al miedo, el ánimo a la indolencia, la voluntad al resentimiento; y aunque la perspectiva de un plebiscito ha suscitado toda suerte de pasiones y polémicas y, por supuesto, de intenciones maliciosas, la posibilidad de decidir nuestro destino se fortalece a medida que el Acuerdo Final para la terminación del conflicto se despoja de la membrana de imprecisiones con que ha sido recubierto. Tras ello, los argumentos de la oposición son cada vez más inconsistentes y todo indica que se avecina el ocaso del jerarca. A juzgar por el rechazo repetitivo que la población estudiantil –llamada a liderar las insurrecciones– ha manifestado a sus posiciones radicales, la esperanza es que la próxima rebelión que ocurra en Colombia sea, a la manera de Gandhi, una rebelión pacificadora.
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