El inglés del cuento
A los cincuenta y cinco años de edad, Vivian de Gurr St. George, descendiente de una de las familias más distinguidas de Inglaterra y quien ha participado activamente en la mayor parte de las guerras civiles desde la mejicana hasta la española, es en la actualidad el limpiabotas más feliz de Londres.
Su abuelo, un viejo británicamente fiel a sus monarcas y monárquicamente respetuoso de la moral y las leyes, permaneció durante la mejor época de su vida atrincherado en la Torre de Londres, custodiando las valiosísimas joyas de la corona inglesa.
Y todo esto para que Vivian de Gurr St. George, el pollo pelongo de la casa, como deben decir las almidonadas aristócratas de jerga británica, resulte lustrándole los zapatos a los tranquilos caminantes de Londres, cuando debía estar legislativamente apoltronado en la Cámara de los Comunes. Sin embargo, Vivian –a quien deben preocupar muy poco los decires domésticos– es un filósofo al descubierto, de acuerdo con la mejor tradición. Lo mismo le habría producido fijar su residencia en un tonel, salir por las calles de la capital inglesa con una lámpara y un vestido astroso en busca de un ciudadano capaz de resolver crucigramas metafísicos o llevar una vida retirada en el desierto, cavando todos los días el hueco de su propia sepultura. Después de todo, ser filósofo puede una manera de vestir; adoptar frente a la vida una posición diferente a la de los ciudadanos comunes, así consista esa postura en romperse la crisma, voluntaria y filosóficamente. Lo demás es pura especulación.
Vivian de Gurr, después de haber buscado la felicidad en los mamotretos de Aristóteles o de Erasmo; después de perseguirla, ametralladora en mano, por tierras españolas, como lo hiciera el otro caballero en maltrecho Rocinante, encontró la felicidad donde a ningún otro miembro de la nobleza británica se le había ocurrido buscarla: en una caja de betún.
Semejante descubrimiento sólo puede anteceder a una vida tranquila, como la que lleva este limpiabotas de sangre azul que todos los días, de sol a sol, se instala en las cercanías del Arco de Mármol con su modesta cajita y su boina ladeada sobre la oreja izquierda.
Naturalmente que es un limpiabotas con ciertas prerrogativas que no tienen sus colegas, como son las de servir de intérprete a los extranjeros y la de lustrar, con todo el protocolo del caso, el calzado de la totalidad de los diplomáticos acreditados ante Sus majestades británicas.
No pretende esta nota invitar a quienes busquen la felicidad sin encontrarla, a que liquiden, en pública subasta, sus haberes de lujo, y los reemplacen por la clásica cajita de los lustrabotas como recurso eficaz para terminar con el tedio o el desconcierto.
La lección de Vivian de Gurr es mucho más difícil porque no era la Felicidad –con mayúscula romántica– la que reposaba en el cepillo y el betún, sino únicamente la felicidad de él, exclusiva e intrasmisible como los pases de favor. La de Diógenes estaba en un tonel; la de un gastrónomo –citado por Iremburg– con el sabor malsano de un ganso descompuesto.
Y es posible que la suya, amado lector, repose simplemente en el placer de pasar a la página siguiente y maldecir a Séptimus por haberse metido a filósofo cuando usted estaba esperando una nota de mayor importancia. Nos queda el placer de haberle proporcionado una felicidad mucho más barata y quizá más decorosa que la del inglés del cuento.
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