El inconveniente de Mr. Kinkop
La cosa sucedió en Cleveland, según lo informa una agencia periodística. Mr. Louis Kinkop, había sido durante los setenta y dos años de su vida uno de esos ciudadanos que las juntas de carácter cívico califican de “vecino notable” cuando es la hora de recolectar fondos para el templo o de colocar en la escuela pública la segunda piedra, quince años después de que fuera colocada la primera, en solemne ceremonia. Mr. Louis Kinkop no usaba reloj.
Era un hombre puntual, de costumbres sanas, para quien la asistencia oportuna al trabajo diario se había convertido en una necesidad fisiológica, en tal forma que se dirigía a su oficina no cuando se lo indicaba el cuadrante, sino cuando el organismo le indicaba, apremiantemente, que era la hora de hacerlo.
Y un organismo disciplinado como el suyo, nunca se adelantó ni se retrasó un solo segundo. Parecía, en realidad, un caballero de fabricación suiza.
El jueves último, Mr. Louis Kinkop salió de su casa bien temprano, después de haber consumido su dieta normal de tostadas con mermeladas y café con crema, y advirtió a su sobrino, Carlos Pérez (nombre latinamente sospechoso en Cleveland), que no regresaría a almorzar, pero que estaría en casa a la comida, de acuerdo con su comprobada puntualidad proverbial.
Pocas horas después, Carlos Pérez, el diligente sobrino recibió la noticia de que Mr. Kinkop había perecido al sufrir un accidente el vehículo en que se dirigía a la oficina. Pérez se dirigió al sitio de la catástrofe, entregó a los periodistas el mejor retrato de la víctima, y rescató de entre los escombros el inconfundible cuerpo mutilado de su último pariente.
Lo demás, era apenas lógico. Los que en vida de Mr. Kinkop fueron sus amigos, asistieron a las velaciones, tomaron el buen café negro y conversaron acerca de las extraordinarias cualidades del muerto, de acuerdo con la mejor tradición.
Se le dio cristiana sepultura y Mr. Kinkop ingresó en la nómina de los vecinos fallecidos con cuyos nombres los ciudadanos sobrevivientes están en la obligación de bautizar, tarde o temprano, una de las calles del pueblo.
Sin embargo, el viernes bien temprano, cuando Carlos Pérez se levantó, en la casa impregnada aún con el olor de los ramos funerarios, fue a la cocina y encontró a su tío, Mr. Kinkop, el que había sido enterrado el día anterior, preparando sus tortillas de jamón con huevo como todas las mañanas de su vida.
El sobrino, que debe ser hombre de una admirable sangre fría, dijo, desde el umbral de la cocina, que aquello era anormal. Y el tío kinkop completamente vivo y con un visible apetito de dos días, se volvió hacia él y respondió: “No hay nada anormal en esto. Lo que sucedió, simplemente, fue que no vine a comer ni a dormir, porque tuve un pequeño inconveniente”.
El cable trata de explicar que Carlos Pérez, a la hora de reconocer las víctimas, se equivocó de cadáver. Pero de todos modos, mientras la cosa no se logre explicar científicamente, los vecinos de Cleveland están en la obligación de considerar a Mr. Kinkop como el fantasma más serio y honorable de la localidad.
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