El Hotel del Prado y el ocaso de una ficción
Yo no soy historiador, ni quiero serlo, y lo que voy a contar por tanto es una ficción, un cuentazo que he escuchado por ahí tantas veces como se repite el hombrecito de la lata de Avena Quaker en Los cuentos de Juana, de Cepeda. Además, no hay “yo” que cuente. Se cuenta, la memoria colectiva, el imaginario de los barranquilleros cuenta que, allá por 1919, llegó a Barranquilla un gringo emprendedor, con algo más que inteligencia en el penthouse de ‘la torre’, con algo que se ha perdido me da la ligera impresión: la iniciativa empresarial. Se llamaba, como es fama, Karl C. Parrish.
Y en medio del lodazal de las calles, que no llegaban más allá del Barrio de Abajo del Río, donde vivían los capitanes de los buques de vapor que atravesaban el Magdalena, no pocos de ellos ingleses, Parrish vio el negocio que nadie había visto hasta ese momento, ni siquiera el viajero Teodhore Nicholls, que había llamado a Quilla “el puerto más importante del norte de América del Sur”. La urbe ya sucumbía en las aguas turbulentas de los arroyos, pero los honorables concejales de aquel entonces le devolvieron al ingeniero Antonio Luis Armenta un oportuno proyecto para canalizarlos, con el sesudo y visionario ‘argumento’ de que eso “no era prioritario”. El gringo debió percatarse enseguida que no era con ellos con quienes debía asociarse en su novedosa empresa: fundar una ciudad.
Un barranquillero pensante, oh contradictio in abyecto, Julio H Palacio, afirmaba en El Rigoletto: “No se lee en Barranquilla, ni se escribe tampoco…los pocos que pueden escribir algo no escriben porque están seguros de no ser leídos ni comprendidos”. Qué poquitín han cambiado las cosas, ¿cherto, lector? Entonces Parrish, que se había asociado con Manuel J. De La Rosa para crear la Urbanizadora El Prado, decidió viajar a su tierra natal. Por aquellos lares, el Trust Company, de Chicago, le prestó la bicoca de 4 millones de dólares. El banco, claro, para asegurar la correcta administración del dinero y la oportuna cancelación de la deuda, pagadera a 20 años, envió a un funcionario suyo, el legendario Tío Sam, Samuel Hollopeter. Y así, con ese dineral, se construyó el acueducto de Barranquilla y se crearon las Empresas Públicas Municipales, al frente de las cuales estuvo Hollopeter entre 1926 y 1946, época dorada de la ciudad, cuenta el imaginario colectivo.
Dicen los que saben de esas cosas que, en las sociedades afluentes, como Estados Unidos, la primera generación hace el dinero, la segunda lo solidifica y la tercera lo dilapida…Bueno, en 1927, la familia Obregón, dueña de una de las empresas más importantes del país en ese momento, Tejidos Obregón, inaugura el Hotel del Prado, del cual eran propietarios. Ubicado en el enclave del barrio del mismo nombre, que habían construido Parrish y De La Rosa, el hotel es un ícono arquitectónico de esa edad de oro de Barranquilla.
Pero hoy no tiene dolientes en esta urbe desmemoriada, y ha sido entregado a una rebatiña nacional, como hemos entregado todo eso que no soy capaz de llamar nuestra historia, sino acaso el ocaso de una ficción.
diegojosemarin@hotmail.com
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