Les había prometido a algunos amigos, a tres lectores que me lo pidieron expresamente y a mi hijo Nicolás, que no volvería a escribir sobre esta persona, al menos por un tiempo largo; pero las buenas intenciones suelen sucumbir ante el chisme, la lascivia, la gula o la pendencia. Justo cuando me disponía a escribir la columna de hoy, llegó a mi teléfono un morboso mensaje en el que se me invitaba a leer una pequeña nota publicada en la versión digital del periódico El Espectador; en las pocas líneas se registraba una trifulca en los pasillos del Congreso, que, según el texto, estuvo a punto de convertirse en una disputa de honor saldada a las trompadas.
Uno de los protagonistas del altercado fue un señor a quien desconozco, un senador liberal nariñense de apellidos García Realpe, uno de esos ciegos, sordos y mudos que se ganan la plata fácil en el Parlamento. Pues bien, el senador García abandonó la discreción de su afasia voluntaria y acusó públicamente de algo (que seguramente, como pasa a menudo, tenía una alta dosis de verdad) a uno de sus compañeritos. El aludido sintió cómo su sangre montañera bullía por sus venas, cómo se enrojecían sus pálidas mejillas y el puño derecho se cerraba solo, contradiciendo las órdenes de prudencia que le llegaban del atribulado cerebro expresidencial; en medio de un corto intercambio de insultos, se abalanzó contra el energúmeno que se había atrevido a dirigirle la palabra, con la intención de ‘darle en la cara, marica’. Luego de la intervención de varios de los senadores que, contando el cuento, no paraban de burlarse, la escaramuza terminó sin lesionados. El presidente de la corporación prometió una investigación y sanciones ejemplares, si había culpables.
Sean o no exactas las versiones del episodio, contadas entre risas por los testigos, lo cierto es que se trata de uno más de los exabruptos que comete, en la más absoluta impunidad, la persona de la que había prometido no escribir en un largo tiempo; su lista de desaciertos es incontable y parece más bien sacada del prontuario de algún bravucón de poca monta y no de las maneras de un líder político. Quienes critican sus comportamientos de malandrín, casi siempre lo hacen movidos por el odio personal y, por lo tanto, sus opiniones terminan cayendo al vacío; quienes consideran que esas reacciones violentas son admirables porque son las de un varón que se hace respetar, son los que sostienen el frágil pero peligroso castillo en donde mora, intocado por las consecuencias, el buscapleitos mayor de Colombia; me imagino a las cacatúas de su bancada llamándose por teléfono para comentar, temblando de pasión, las incidencias de la pelea: “...no, mija, eso sí es tener los pantalones bien puestos. Se veía tan divino así de bravo. Para que aprenda el pastuso ese, igualado”. Sí, porqué él, el pendenciero, es el héroe de las cacatúas.
Admito que haber roto mi promesa fue un acto irresponsable, sobre todo porque me privé de escribir acerca de un tema interesante de verdad y arrastré de paso a los lectores a tener que soportar este comentario de un hecho tan vergonzoso y ridículo. Pero, a mi favor alego que durante toda la página no sucumbí ante la tentación de llamar por su nombre al pendenciero, y eso es ya un pequeño adelanto, porque es bien sabido que el primer paso para desterrar a alguien de la memoria es olvidar cómo se llama.
jorgei13@hotmail.com
@desdeelfrio
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