El fogón de la memoria
Tal vez, el afecto es una invención de la muerte para que sintamos con mayor fuerza su inexorable presencia. Quizá eso fue lo que percibimos quienes quisimos a la socióloga, chef e investigadora de la cocina del Caribe colombiano María Josefina Yances Guerra, la tarde de su muerte el pasado 23 de agosto.
A veces la muerte parece una dama vanidosa, caprichosa y envidiosa que se regodea llevándose a seres maravillosos. Seres como Mariajose –así la llamábamos quienes tuvimos el privilegio de ser sus amigos– que destilaba vitalidad y entusiasmo en cada uno de los proyectos que emprendía.
Supe de ella una noche de bohemia fraterna en Cartagena de Indias a finales de los años noventa, junto a Alfonso Múnera y Willy Caballero. Cuando llegamos al bar en la Calle Larga del barrio de Getsemaní, Mariajose, junto a su prima Marta Yances, domesticaban los sones en la pista de baile.
Mas tarde sabría que, no solo administraba con gracia el baile de los ritmos antillanos, sino que también había aprendido desde muy niña, en el patio de la abuela materna en la vieja casa de Montería, a domesticar los sabores feraces de la ruralía del Caribe colombiano.
Mariajose tenía un trueno en la voz. Hablaba fuerte, con una perfecta dicción caribeña y las palabras danzaban en su boca antes de salir con sonoridad graciosa a decir certezas. También se reía con todos su dientes y era dueña de un corazón dulce como el mamey, que a veces parecía un pan recién horneado.
“Somos los que comemos”, dijo el gran caribólogo estadounidense Sidney Mintz. Como estudiosa y cultora de la cocina del Caribe colombiano, como alquimista adelantada en la combinación de los sabores de la comarca, María Josefina Yances Guerra aportó con gracia y rigurosidad al fortalecimiento y al redescubrimiento de nuestra identidad caribeña diversa y plural.
Alguna vez, al final de un pequeño texto autobiográfico, dijo que vivía en el Centro Histórico de Cartagena a la espera que un extranjero o cachaco la sacara del apartamento para deshabitarlo por siempre. Fue otro mal lo que la sacó de allí. Un maldito cáncer colonizó su cuerpo y la mandó de vuelta a la tierra de su infancia.
Sin embargo, jamás dejó que colonizara su mente libertaria. Quienes estuvieron cerca de ella en sus últimos meses de vida, cuentan que hasta el último momento, apenas se recuperaba de los invasivos y agotadores tratamientos, le sobraba aliento para pedir a gritos que sonaran los porros de su entrañable región.
Se nos fue quien domesticaba con sabiduría y ternura los sabores cerreros del Caribe colombiano. Pero mientras arda un fogón en la región, y una abuela sudorosa, malcriadora de nietos, mueva la olla con un palote hecho de ceiba y convierta la escasez en abundancia para alimentar a los suyos, recordaremos a Mariajose.
Hoy tenemos la certeza que ese cuerpo que investigaba, escribía y bailaba hasta el delirio, también estaba hecho de ceiba… y la ceiba es memoria.
javierortizcass@yahoo.com
@JavierOrtizCass
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