El enemigo estaba dentro
La semana pasada estuve de visita en mi ciudad natal, Düsseldorf. Quiso la casualidad que volara un día después de que un avión de Germanwings que hacía la ruta de Barcelona a Düsseldorf se estrellara en los Alpes franceses, en un acto deliberado del copiloto, según todos los indicios que tenemos hasta ahora. Afortunadamente, entre las víctimas no había nadie de mi círculo cercano. Me dicen mis amigos y familiares que el frutero de nuestro barrio Oberkassel iba en el avión con su novia. Había comprado en su tienda un par de veces pero no lo conocía personalmente. El copiloto, Andreas Lubitz, tenía un piso en Unterbach, un barrio residencial lejos del centro de Düsseldorf, donde realmente no vas si no vives allí o visitas a alguien. Es muy poco probable que Lubitz haya comprado fruta en Oberkassel, pero nunca se sabe.
La fatalidad, el azar, la mala suerte son las excusas que nos suelen consolar en momentos de catástrofes. Sin embargo, la caída del aparato de Germanwings ha tocado la fibra sensible de la sociedad alemana, precisamente porque podría pensarse que habría sido evitable. Lufthansa, la aerolínea propietaria de Germanwings, según hemos sabido recientemente, conocía los antecedentes de problemas psicológicos de Lubitz. Antes de saberse estos detalles, el consejero delegado Carsten Spohr había descartado cualquier fallo y siguió afirmando que “somos y seguiremos siendo los mejores del mundo”. La frase resume la creencia de muchos alemanes de que viven en un país seguro donde todo está bien controlado. Los accidentes causados por errores humanos son cosas que pasan en otros sitios. Por ello, el desastre de Germanwings supone un grave shock para la conciencia colectiva, aunque no sea la primera vez. En 1998 el descarrilamiento de un tren de alta velocidad del tipo ICE, el orgullo de la industria alemana, mató a 101 personas.
En España, algún comentarista, sin acritud, se ha preguntado qué hubieran dicho los alemanes sobre la falta de organización sureña si se hubiera estrellado un avión de bandera española, italiana o griega. También nos podemos preguntar cómo hubiera sido la reacción si el copiloto hubiera resultado un recién convertido al terrorismo islamista. No es absurdo pensar que ya estaríamos reforzando todo tipo de medidas de seguridad que harían aún más penoso viajar en avión. Significativamente, una de las medidas que se adoptó tras el 11-S, el bloqueo desde el interior de la puerta de la cabina, resultó clave en el desastre de los Alpes, ya que impidió al piloto intervenir. Es una metáfora macabra. Con los atentados de terroristas islamistas nos hemos obsesionado tanto con la amenaza exterior que a menudo ignoramos al enemigo que llevamos dentro: la locura y el odio que están detrás de casos como la matanza de 77 jóvenes en Noruega por el ultraderechista Anders Breivik en 2011, o los diferentes tiroteos y masacres a manos de homicidas enloquecidos en Europa y EEUU, gente como el copiloto Lubitz.
@thiloschafer
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