El Heraldo

El colonialismo invisible

Saciados sus apetitos a todas luces humanos, llorado a moco tendido por sus deudos, macilento, extenuado y absolutamente plácido, murió anteayer Joselito Carnaval. El séquito quejumbroso que anduvo por la ciudad con los despojos mortales enmarcó una ceremonia imprescindible para poder reanudar lo que queda interrumpido cuando algo lamentable nos sucede. Es el duelo. El periodo de suspenso en que entrevemos la tremenda dimensión de las cosas que tuvimos, y perdimos. Y como todo final implica reconocer brevemente esa agonía para poder transitarla, al cabo de varios días empapados de alegría, de lujuria y contentura general, solo nos queda llorar por la muerte de Joselito, esa figura que encarna la libertad de entregarnos al gozoso desenfreno y poder exteriorizar lo que yace en el subsuelo individual y colectivo. Una puesta en escena purificadora que, como tal, comporta algún sufrimiento, y por tanto los lamentos no son vanos; son pérdidas verdaderas que resultan de aceptar que llega a su fin el goce de exorcizar, mediante la dualidad que campea en el carnaval, la dualidad que nos mangonea a nosotros mismos.

¡Ay, Jose! Tan sacrílego y devoto como fuiste, tan buen tipo y tan mal hombre, tan fascista y reaccionario, tan infiel y tan cristiano, tan bandido y tan patriarca, tan intangible y real. ¡Ay, Jose! Te marchaste de este mundo privándonos del placer de permanecer en el limbo del olvido. ¡Ay, Jose! No habrá nadie como tú que nos borre de un plumazo (no un plomazo) el pesimismo en que nos hunde la precaria existencia cotidiana. La muerte de Joselito tiene visos de tragedia, pero, como reza el dicho, el muerto al hoyo y el vivo al bollo; terminados los festejos del dios Momo, vaciados los entresijos, saboreados los placeres, satisfechos los deseos y agotados los recursos económicos, tenemos obligación de aterrizar de barrigazo en la candente realidad. Y ya habiendo concluido las famosas cuatro fiestas celebradas con fervor en Barranquilla, abordamos la Cuaresma, el tiempo de declinar los encantos de la carne y de renovar la fe; un momento de reflexión espiritual que, irónicamente, coincide este año con las elecciones parlamentarias, una de las dos festividades heréticas más grandes que se celebran en el país. La otra son los comicios presidenciales.

De manera que, a tres días de concluir a quiénes conferiremos potestad sobre nuestro destino en los próximos cuatro años, es importante recordar que la renovación del Congreso de la República, ganador del buitre de oro como entidad más corrupta del país por votación de los colombianos, está en nuestras manos. Derrocar el escepticismo que nos tiene maniatados es una opción que se concreta sufragando, pero haciéndolo a conciencia. Dice Eduardo Galeano en La cultura del terror: El colonialismo visible te mutila sin disimulo: te prohíbe decir, te prohíbe hacer, te prohíbe ser. El colonialismo invisible, en cambio, te convence de que la servidumbre es tu destino y la impotencia tu naturaleza: te convence de que no se puede decir, no se puede hacer, no se puede ser. Nuestro caso es el segundo.

berthicaramos@gmail.com

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