Efectos colaterales
Tropecé por estos días con una de esas películas que, aunque no están destinadas a saciar el apetito de los consumidores de cine hollywoodense, no hubieran podido hacerse si nosotros, belicosos habitantes del planeta, no estuviéramos a cargo de nutrir la temática más explotada por dicha industria: la guerra. Elaborada en un tono intimista, uno de sus grandes logros –en mi opinión– es prescindir del reguero de sangre en el que montan la acción y la emoción las grandes producciones, al tiempo que revela un desgarrador escenario en el que se pormenorizan los efectos colaterales de un conflicto armado. Desarrollada en torno a un antiguo mito (Syngué sabour), en La piedra de la paciencia, película del director afgano Atiq Rahimi, la guerra deja de ser esa debacle colectiva para instalarse en la desgracia individual; el gran plano principal está reservado a sus escasos personajes, en especial a una mujer, la protagonista de la historia, que en ejercicio de ese don netamente femenino de la autocontemplación, que raya en autoflagelación, encuentra en la adversidad la oportunidad para hacer catarsis. Quienes hayan tenido paciencia para ver durante una hora y cuarenta y tres minutos la dura y parsimoniosa realidad que acontece en La piedra de la paciencia, quizá hayan sentido que ese plano secundario a que ha sido relegada la guerra en esta película es consecuente con el plano primordial que toma la cotidianidad, saturada de infinitas y mayúsculas tragedias de quienes tienen que padecerla. Señalada por la crítica como un tanto monótona, la experiencia narrativa proviene de la voz de esa mujer que en breves, pero categóricas frases, realiza patéticas reflexiones en medio del conflicto. “Cuando los hombres no saben hacer el amor, hacen la guerra” es una sentencia que adquiere valor extraordinario porque bien podría explicar cuantiosos comportamientos masculinos. Si a la luz de dicha frase pudiéramos evaluar la vocación amatoria de los hombres que deciden el destino del planeta, me temo que muchos de ellos quedarían desprestigiados. Sin embargo, es claro que en esta época no es un asunto exclusivo del género masculino.
Cuesta creer la inclinación a la violencia que hay en el corazón de ciertos seres, y al interior de algunos gobiernos. Mientras el mundo clama por paz, e intenta reconstruir una ética que el tiempo ha dejado vuelta añicos, el apócrifo adalid de la concordia mundial, el Gobierno de los Estados Unidos de América, no se decide a detener las transferencias de armas a Israel, lo que supone un recrudecimiento del conflicto en Gaza. Cuesta imaginar el drama del soldado que dispara y el de la víctima que agoniza. Cuesta entender la frialdad con que asesinan los rebeldes en cualquier lugar del mundo, y la crueldad con que se incita a la barbarie en las redes sociales.
Circula en ellas por estos días una imagen de la bandera colombiana que dice “Hay un camino: plomo para las Farc”. Sospecho que quienes practican estos credos no saben hacer el amor. Sospecho igualmente que su discapacidad es un efecto colateral de la guerra milenaria que libra el hombre contra el hombre.
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